The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CARLOS FINNEY

1868

CAPITULO 26

 

OTRO GRAN AVIVAMIENTO EN ROCHESTER, NUEVA YORK, EN 1842

 

Después de descansar un día o dos en Boston partí a casa, pues el tiempo para la apertura de verano en Oberlin había llegado. Como me sentía muy agotado por mis labores y el viaje, me detuve en casa de un amigo en Rochester para tomar otro día de descanso antes de continuar mi camino. Tan pronto se supo que me encontraba en el lugar, el juez Gardiner pasó a verme y me pidió con mucha insistencia que me quedara a predicar para ellos. Algunos de los ministros también insistieron en que me quedara a predicar. Les hice saber que estaba agotado y que había llegado el momento de ir a casa. Pese a esto, su petición fue muy urgente, especialmente la de uno de los ministros, cuya esposa era una de mis hijas espirituales, aquella señorita Sarah Brayton que se convirtió en Western, condado de Oneida. Finalmente acepté a quedarme y predicar un sermón o dos. Estas prédicas solo consiguieron exaltar la atención general y traer sobre mí una más insistente invitación a quedarme y sostener una serie de reuniones. Al final consentí, y a pesar de mi gran desgaste continué las labores.

El reverendo George Boardman era el pastor de lo que entonces se conocía como "El Bethel, o la Iglesia de la calle Washington"; y el reverendo señor Shaw era el pastor de la Segunda Iglesia, o de la Iglesia de Ladrillo. El hermano Shaw estaba muy ansioso de unirse al hermano Boardman y celebrar reuniones alternadas en ambas iglesias. Sin embargo, el hermano Boardman no estaba dispuesto a seguir este curso, pues decía que su congregación era débil y que necesitaba, en aquel momento, de la concentración de mis labores. Esto fue algo que lamenté, mas no me encontraba en posición de ser yo quien tomara la decisión final, por lo que continué trabajando en Bethel-- la Iglesia de la calle Washington. Poco tiempo después, siendo que esta iglesia no tenía cabida para las multitudes que deseaban asistir a las reuniones, el doctor Shaw aseguró las labores del Reverendo Jedediah Burchard en su iglesia y continuó trabajando con grandes esfuerzos en ella. Las labores del hermano Buchard estaban más calculadas que las mías para atraer a la gente impresionable de la comunidad. Para aquel entonces el juez Gardiner, junto a varios otros miembros del tribunal y jueces de la ciudad, escribió una solicitud en la cual me pedían predicar una serie de sermones para abogados. Estos sermones debían de estar adaptados a la forma de pensar de los juristas. El juez Gardiner era uno de los jueces en la corte de apelaciones del Estado de Nueva York y mantenía un alto sitial en la estima de quienes compartían su profesión, tanto como abogado como juez. Consentí a realizar aquellas lecturas. Estaba consciente también del estado mental semi-escéptico en el que se encontraban aquellos miembros del tribunal--al menos de los muchos de ellos que aún eran inconversos. Aún quedaba en la ciudad un buen número de abogados piadosos, que se habían convertido en los avivamientos de 1830 y de 1831.

Empecé mi serie de lecturas para los abogados haciendo la siguiente pregunta: "¿Conocemos cosa alguna?" Ha esta pregunta le di respuesta y continué tratando la cuestión de noche a noche. La congregación se volvió muy selecta. Las reuniones del hermano Burchard le ofrecían un lugar muy interesante a la gente más emocional de la comunidad, y permitían que los abogados y una clase más sobria e inteligente se reuniera en donde yo me encontraba predicando. Mis clases se llenaban cada noche casi a capacidad, y se llenaban de tal manera que el entrar al lugar se hacía muy difícil a menos que se llegara temprano. A medida que continué con mis lecturas observé constantemente que el interés se hacía más profundo. Como la esposa del juez Gardiner era mi amiga personal, tuve la oportunidad de verme con frecuencia con el juez, y tuve la seguridad de que la Palabra le estaba impactando fuertemente. Después de haber realizado ya varias prédicas, el juez me hizo la siguiente observación: "Señor Finney, para mi satisfacción usted ha despejado muchas de mis dudas, pero cuando trate la cuestión del castigo eterno del pecado sé que se quedará corto--que no podrá convencernos de aquello". Le respondí: "Espere y verá". El juez me dio una pista que me hizo ser muy cuidadoso en discutir aquella cuestión con la mayor minuciosidad posible cuando llegó el momento. Al día siguiente de aquella lectura me encontré con el juez, quien en seguida me dijo: "Señor Finney, me ha convencido. Su tratamiento del tema fue un éxito, no hay nada que pueda decirse en contra". La forma en que me hizo este comentario mostró que no solo su intelecto había sido convencido, sino que realmente había recibido una impresión profunda.

Continué con la serie de enseñanzas, sin embargo no me parecía que mi nueva y selecta audiencia estuviera lista aún para que aquellos que estuvieran interesados en la salvación de sus almas recibieran el llamado a tomar alguna decisión o a demostrar su disposición. Con todo esto había llegado al punto en el que ya era tiempo de sacar las redes a tierra. Había estado desplegando mi red con cuidado sobre aquella masa de abogados, cubriéndolos con lo que a mí me parecía un hilo de razonamiento que no podrían resistir. Estaba conciente de que los abogados están acostumbrados a escuchar argumentos, a sentir el peso de una verdad presentada con lógica, y no tenía duda de que la gran mayoría de ellos estaba por completo convencida hasta donde había alcanzado a cubrir los temas; consecuentemente preparé un discurso con el cual esperaba poder llevar a mi audiencia al punto decisivo, y si se lograba el efecto, tenía la intención de llamarles a hacer un compromiso. La vez anterior en la que había estado en el lugar--esto es cuando se convirtió la esposa del juez Gardiner--el juez se había opuesto a la silla ansiosa, por lo que esperaba que lo volviera a hacer, pues sabía que era un hombre muy orgulloso y que se había comprometido fuertemente con lo que había dicho acerca de aquel método.

Cuando llegó el momento de predicar el sermón al que me refiero, observé que el juez Gardiner no se encontraba en el lugar que solía ocupar durante las lecturas. Al recorrer con la vista el lugar tampoco me fue posible encontrarle en medio de los miembros del tribunal o entre los jueces. Esto me preocupó, pues me había preparado con referencia a su caso. Sabía que su influencia era grande, y que si él tomaba una postura definida, esta sería de gran impacto sobre todos los profesionales del derecho en la ciudad. Por estas razones empecé a lamentar mucho el que no se encontrara presente. Sin embargo, de inmediato noté que había entrado a la galería y que había hallado un asiento cerca de las escaleras, en el cual se ubicó envuelto en su capa. Proseguí a mi discurso. Cuando estaba casi por llegar a la parte que me había propuesto enfatizar, observé que el juez Gardiner ya no estaba en su asiento. Me sentí inquieto y concluí que como el lugar en el que se había ubicado era frío--y que quizás había podido surgir además cierta confusión--al estar él cerca de las escaleras simplemente se había marchado a casa. Pensé por consiguiente que el sermón que había preparado con la mira puesta en su persona se había ido a juste--al menos con respecto a él y como uno de los cursos a tratar con los abogados.

En la iglesia de la calle Washington había un salón grande en el sótano, casi tan grande como el salón de audiencias. De este salón salía una estrecha escalera que conducía al salón de audiencias que se encontraba arriba. Estas escaleras desembocaban a un lado del salón y casi directamente atrás del púlpito. Justo cuando estaba por cerrar mi sermón, y con mi corazón en vilo ante la idea de fracasar con aquella lectura con la cual había esperado asegurar la noche, sentí que alguien tiraba de la parte posterior de mi saco. ¡Cuando me volteé descubrí que se trataba del juez Gardiner! Había bajado hasta el sótano para luego subir por esas estrechas escaleras y llegar al salón de audiencias, luego se había deslizado por las escaleras del púlpito hasta lograr alcanzar mi saco. Cuando estuve de frente a él observándole con gran sorpresa, me dijo: "Señor Finney, ¿podría usted orar por mí por nombre? Yo me sentaré en la silla ansiosa". Yo no había mencionado para nada la silla ansiosa. La congregación había observado este movimiento del juez cuando había llegado a las escaleras del púlpito; y cuando anuncié lo que él había dicho se produjo un impacto maravilloso. En toda la casa se sintió una gran descarga de emociones. Muchos lloraban con la cabeza abajo, otros parecían estar en medio de intensas oraciones. El juez se dirigió hacia el frente del púlpito y allí se arrodilló inmediatamente. Los abogados se pusieron de pie prácticamente en masa, y se condujeron a los pasillos para ocupar el espacio abierto del frente y en donde encontraban lugar se arrodillaban, tantos como cupieron alrededor del juez Gardiner. Como el movimiento se había iniciado sin yo solicitarlo, les pedí que públicamente, todos los que estuvieran listos a renunciar a sus pecados y entregarles su corazón a Dios, aceptando a Cristo y su salvación, pasaran al frente--es decir que salieran a los pasillos, o a dónde les fuera posible, y se pusieran de rodillas. Se dio un mover poderoso. La congregación estaba conmovida al máximo. Este movimiento había impactado a los ciudadanos más prominentes de Rochester. Oramos y despedí la reunión.

Como había estado predicando cada noche y no me había sido posible dedicar una sola tarde a alguna reunión para la gente interesada en su salvación, señalé una reunión de instrucción para aquellos que estaban preocupados por sus almas para el día siguiente, a las dos en punto, en el sótano de la iglesia. Cuando llegué a la reunión me sorprendió encontrar el sótano casi totalmente lleno, y que la audiencia estaba compuesta casi exclusivamente de los principales ciudadanos de Rochester. Esta reunión se mantuvo de día en día, dando oportunidad para la libre conversación con un gran número de ciudadanos prominentes que se mostraron tan enseñables como niños. Jamás he asistido a una reunión para gente preocupada por sus almas tan interesante y efectiva. Un gran número de los abogados resultaron convertidos, y el juez Gardiner iba a la cabeza, pues había sido él quien los había liderado al bando de Cristo.

En aquella ocasión permanecí en Rochester dos meses. El avivamiento se tornó maravillosamente interesante y poderoso, y resultó en la conversión de un gran número de ciudadanos que figuraban entre los más respetables del lugar. El avivamiento también cobró especial poder en una de las iglesias episcopales, llamada Iglesia de San Luke, de la cual el doctor Whitehouse, actual Obispo de Illinois, era pastor. Cuando me encontraba en Reading, Pensilvania., varios años atrás, el doctor Whitehouse se encontraba predicando en una congregación episcopal de dicha ciudad, y según me informó una de sus más inteligentes damas en la iglesia, se encontró muy bendecido en su alma por causa del avivamiento. Cuando fui a Rochester en 1830 él era pastor en San Luke, y según llegué a conocer, animaba a su gente para que asistieran a nuestras reuniones y supe además que muchos de los miembros de su iglesia se convirtieron en aquel entonces. Así fue que, también en este avivamiento de 1842, se me informó que aún animaba a su gente y les recomendaba que asistieran a nuestras reuniones. El doctor Whitegouse era un pastor muy exitoso y gozaba de mucha influencia en Rochester. Se me dijo que en este avivamiento de 1842 no menos de setenta personas que se encontraban entre los principales de su congregación, resultaron convertidas y confirmadas en su iglesia. El avivamiento barrió en medio de aquella clase de personas en aquel entonces.

Si me diera a la narración detallada de los casos especiales de conversión que tuvieron lugar en este avivamiento podría llenar por completo un volumen de considerable tamaño. En este un incidente muy impactante tuvo lugar. Yo había estado insistiendo mucho acerca de una consagración completa a Dios--de entregarse a él por completo en cuerpo y alma, además de todas las posesiones y de cualquier otra cosa para que sean usadas para su gloria--como una condición de aceptación a Dios. Como era mi costumbre en los avivamientos, hice de este un tema prominente lo mejor que pude. Un día, mientras iba de camino a una reunión, me encontré en la puerta de la iglesia con uno de los abogados con quien había llegado a relacionarme y que se encontraba en gran ansiedad mental. Cuando estaba por entrar a la casa, este hombre sacó de su bolsillo un papel y me lo entregó diciendo: "Le entrego esto como a un siervo del Señor Jesucristo". Puse el papel en mi bolsillo para verlo después de la reunión. Al examinarlo luego noté que era una renuncia escrita, elaborada de la manera regular y lista para ser ejecutada en su entrega. En ella este abogado le entregaba al Señor Jesucristo propiedad completa sobre su persona y sobre todo lo que poseía. El hombre había elaborado esta renuncia de la forma debida, con todas las formalidades y particularidades que debe de contener un documento semejante. Me parece que todavía la tengo en mi poder, entre mis papeles. El hombre realizó esto con seriedad solemne y hasta donde pude ver lo hizo con todas las facultades de su inteligencia. Narro este caso como ejemplo, mas no voy a profundizar en hechos particulares.

En cuanto a los medios utilizados en este avivamiento debo decir que las doctrinas predicadas fueron las mismas que enseñé en todas partes, estableciendo con ellas fundamentos profundos de la ley de Dios, como: la depravación moral total del hombre no regenerado, esta depravación como algo voluntario, su irracionalidad e infinita perversidad; la necesidad de regeneración o de un cambio total en la posición moral y del carácter bajo la enseñanza y la influencia persuasiva del Espíritu Santo; la necesidad, naturaleza y suficiencia universal de la expiación de nuestro Señor Jesucristo; la deidad absoluta de Cristo, la personalidad y divinidad del Espíritu Santo, y la autoridad divina de las Santas Escrituras como la única regla de fe y de práctica. El gobierno moral de Dios tuvo prominencia--y se enseñó la necesidad de la aceptación incondicional y universal de la voluntad de Dios como una regla de vida; y también la aceptación incondicional del Señor Jesucristo, por medio de la fe, como salvador del mundo, así como todas sus relaciones oficiales y su obra. Se enseñó además acerca de la santificación del alma por medio de la verdad--estas y otras doctrinas semejantes fueron presentadas según lo permitió el tiempo y según pareció demandarlas la necesidad de la gente.

Las medidas empleadas fueron simplemente la predicación del evangelio, abundante oración en privado, en círculos sociales y en reuniones públicas. Se enfatizó mucho en la oración como medio esencial para la promoción del avivamiento. No se le animó a los pecadores a esperar a que el Espíritu Santo les convirtiera mientras se encontraran en un estado pasivo, tampoco se les dijo jamás que debían de esperar el tiempo de Dios, sino que se les enseñó inequívocamente que su primer e inmediato deber era el de someterse a Dios, renunciar a su propia voluntad, a sus propios caminos, y a ellos mismos y entregarle todo lo que son y lo que poseen al legítimo dueño de todas las cosas: al Seños Jesucristo. No se comprometió la verdad con los pecadores ni se les instruyó a orar por un nuevo corazón, tampoco se les dijo que fueran a leer sus Biblias y a esperar el tiempo de Dios para que él les convierta, ni que usaran medios para ello. En este lugar, como en todas partes, se les dijo que era Dios quien estaba haciendo uso de medios con ellos, y no lo contrario; que nuestras reuniones eran los medios que Dios estaba usando para ganarse sus consentimientos. Se les enseñó--como lo he enseñado en todos los avivamientos--que el único obstáculo en la vía a la salvación era su propia voluntad testaruda; que Dios estaba tratando de ganarse sus consentimientos incondicionales para que rindieran sus pecados y aceptaran al señor Jesucristo como su justicia y salvación. Frecuentemente se les urgió a dar este consentimiento y se les dijo que la única dificultad en la vía a la salvación era lograr su consentimiento honesto e incondicional a los términos sobre los cuales Jesús podía salvarles, que eran también los únicos términos bajo los cuales podían ser salvos.

Se realizaron reuniones para interesados con el propósito de adaptar la instrucción a aquellos que se encontraban en diferentes etapas en el proceso de conversión; y después de conversar con ellos tanto como el tiempo y la fuerza lo permitían, tenía el hábito de hacer un resumen y tomar casos representativos, los cuales resultaban para ellos fáciles de clasificar, y daba respuesta a todas sus objeciones, a todas sus preguntas y corregía todos sus errores y así, siguiendo ese curso, tenía el propósito de despojarles de cualquier excusa y llevarles afrontar la cuestión de la aceptación presente, incondicional y universal de la voluntad de Dios en Cristo Jesús. La fe en Dios, y Dios en Cristo, fue algo prominente. Se les informó que esta fe no es solamente una convicción intelectual, sino el consentimiento o la confianza del corazón. Que aquella fe es voluntaria, que es la confianza inteligente en Dios tal como se ha revelado en la persona del Señor Jesucristo. Se hicieron esfuerzos para mostrarle al pecador que toda la responsabilidad estaba sobre él; que Dios es claro, y que siempre permanecerá siendo claro, aún cuando el pecador sea enviado al infierno.

Se insistió en la doctrina de la justicia del castigo eterno; y no solo en su justicia sino también en el hecho de que el pecador recibirá castigo sin fin si muere en sus pecados. En todos estos puntos el evangelio se presentó con la intención de que no quedaran incertidumbres. Al menos ese fue mi constante propósito y el propósito de todos aquellos que tuvieron a cargo el instruir. La naturaleza de la dependencia del pecador en la influencia divina fue un tema que se explicó y reforzó y al cual se le dio mucha importancia. Se le enseñó a los pecadores que sin esa enseñanza e influencia divinas sería imposible que ellos, en su estado de depravación, pudieran llegar a reconciliarse con Dios; con todo esto se dejó claro que su falta de reconciliación era simplemente el producto de la dureza de sus propios corazones y de la terquedad de sus voluntades, de tal modo que su supuesta dependencia en el Espíritu de Dios no era una excusa para no convertirse al cristianismo de manera inmediata. Estos puntos que he señalado, junto a otros que surgieron lógicamente de ellos, fueron sostenidos en todos los aspectos posibles para lograr su influencia en la mente humana tanto como lo permitió el tiempo.

Jamás en estos avivamientos se les enseñó a los pecadores que les era necesario esperar la conversión como resultado de sus oraciones. Se les dijo que si había iniquidad en sus corazones el Señor no les escucharía, y que mientras permanecieran en la impenitencia seguían también conservando iniquidad en sus corazones. Con esto no quiero decir que no se les exhortó a orar. Se les informó que Dios requería que oraran, pero que oraran en fe, en un espíritu de arrepentimiento; y que cuando le pidieran a Dios que les perdonara aceptaran sin condiciones su voluntad. Se les enseñó expresamente que la simple oración impenitente y sin fe era una abominación para Dios; mas que si ellos estaban verdaderamente dispuestos a ofrecer una oración aceptable a Dios bien podían hacerlo, pues lo único que interfería la vía a una oración agradable a Dios era su propia obstinación. Jamás se les permitió pensar que les era posible en ningún aspecto cumplir con su deber, a menos que le entregaran a Dios sus corazones. El arrepentirse, el creer, el someterse en un acto interno de la mente, esos eran los primeros deberes a realizarse; hasta que esos deberes no fueran llevados a cabo ningún acto externo representaba el cumplimiento del deber. Se les dijo que el orar para obtener un nuevo corazón mientras no se entregaran a Dios, era realmente tentar a Dios; que el orar para recibir perdón sin haberse arrepentido en realidad era insultar a Dios y pedirle que hiciera lo que no tiene derecho de hacer; que el orar en incredulidad era acusar a Dios de mentiroso y quede ninguna manera implicaba cumplir con su deber; y que toda su incredulidad no era más que culpar a Dios en una forma blasfema de mentir. En pocas palabras, se hicieron esfuerzos para llevar al pecador a aceptar a Cristo, su voluntad, su expiación, su obra y sus relaciones oficiales de forma incondicional, cordial y con firme propósito de corazón, renunciando a todo pecado, toda fabricación de excusas, toda incredulidad, toda dureza de corazón y toda perversidad en sus corazones y en sus vidas de manera inmediata y para siempre.

A partir de aquella noche de la cual he hablado en la que el juez Gardiner pasó al frente, en lugar de hacer la invitación para que aquellos que estuvieran preocupados por sus almas pasaran a tomar ciertos asientos en la parte de adelante, se les invitaba al salón de lecturas en el piso inferior. La casa se llenaba bastante y los pasillos quedaban abarrotados a capacidad, lo que hacía imposible usar la silla ansiosa--en el sentido de aquel llamado a la gente a pasar al frente para tomar ciertos asientos. A estas reuniones asistían cada noche multitudes de nuevos convertidos y gente preocupada por sus almas.

En este avivamiento no se vieron muestras de ningún tipo de fanatismo, indecencia o de conductas precipitadas. Tampoco recuerdo nada que la más inquisitiva de las mentes pudiera calificar de incorrecto. Siempre tuve un interés particular en la salvación de los abogados, y de hecho, de todos los hombres ocupados en el derecho. En tal profesión había sido yo educado, por lo que entendía muy bien sus hábitos de lectura y de pensamiento y sabía que este tipo de hombres estaban ciertamente más controlados por argumentos, la evidencia y por aseveraciones lógicas que cualquier otra clase de personas. Siempre me he encontrado--en todos los lugares en los que he laborado--con el hecho de que cuando el evangelio es presentado de forma apropiada, los abogados eran la clase más accesible entre la gente; y creo que esto es ciertamente así al considerar la proporción relativa de su número en cualquier comunidad, pues más abogados se han convertido en relación con cualquier otra clase de personas. Me ha impactado de forma particular el hecho de que cuando se hace una presentación clara de la ley y del evangelio de Dios, esta apela a la inteligencia de los jueces, hombres que tienen el hábito de sentarse a escuchar testimonios y de sopesar los argumentos de varias partes. Que yo recuerde, jamás he visto un caso en el cual los jueces no hayan sido convencidos de la verdad del evangelio cada vez que han asistido a las reuniones de avivamiento de las cuales he sido testigo.

Muy frecuentemente me he sentido afectado al conversar con miembros de la profesión legal por la manera en la que consienten en aceptar proposiciones que personas con mentes indisciplinadas rechazan. Uno de los jueces de la Corte de Apelaciones que vivía en Rochester, por ejemplo, parecía estar poseído por un escepticismo crónico. Este juez era un lector, un pensador y un hombre de mucho refinamiento y de gran honestidad legal. Su esposa, que había experimentado la religión bajo mi ministerio, era una amiga particular mía. Tuve conversaciones muy profundas con el hombre, quien era un caballero de un refinamiento exquisito y de delicados sentimientos. Siempre me confesó con libertad que los argumentos eran conclusivos y que su intelecto seguía muy bien el curso de la predicación y de nuestras conversaciones. En una ocasión me dijo: "Señor Finney, en sus discursos públicos siempre me es posible acompañarle con mi razón, mas aún cuando admito la veracidad de todo lo dicho, de alguna forma siento que mi corazón no parece responder". Este juez era uno de los más adorables hombres inconversos, y para mí resultaba tanto un dolor profundo como en un placer el conversar con él. Su candor e inteligencia hacían de nuestra conversación algo muy placentero, pero su incredulidad crónica me traía muchísimo dolor. Ya había conversado con él más de una vez cuando su mente pareció agitarse hasta sus profundidades, pero aún con esto, hasta donde sé, nunca se ha convertido. Su adorada esposa, una mujer de mucha oración, ya falleció y su único hijo murió ahogado delante de él.

Después de que le sucedieron estas calamidades le escribí una carta en la cual hice referencia a algunas de nuestras conversaciones. Con esto trataba de llevarlo a la Fuente que podía darle consuelo. Me respondió con mucha amabilidad, pero permaneció aferrado a su pérdida. Me dijo que no había consolación posible para un caso como el suyo. Realmente estaba cegado a cualquier consolación que pudiera hallar en Cristo. No le era posible concebir el aceptar aquella dispensación y ser un hombre feliz. Su esposa era una mujer extraña. He conocido muy poca como ella tanto en inteligencia, belleza personal, y en todos los demás atributos que hacen a una dama fascinante. El juez ha vivido en Rochester y ha sido testigo de un avivamiento tras otro, y aunque nunca pronunció una excusa ni se refugió en engaños para justificarse, misteriosamente, hasta donde sé, permaneció en su incredulidad. Menciono su caso para ilustrar la forma en la que las inteligencias de aquellos en la profesión legal pueden ser conducidas por la fuerza de la verdad. Cuando deba hablar de otro avivamiento que más tarde se dio en Rochester, en el cual también tuve parte, tendré la oportunidad de mencionar otros casos que ilustran este mismo punto. Lector, por favor, ore por el juez que he mencionado.

Varios de los abogados que en aquel entonces se convirtieron en Rochester renunciaron a sus profesiones y se dedicaron al ministerio. Nuestro hermano Charles Torrey, quien ha visitado Oberlin con mucha frecuencia, es uno de aquellos abogados convertidos en aquel tiempo; y aunque parezca extraño, el hijo del Canciller Walworth, quien era entonces un joven abogado en Rochester, fue otro de los que entonces se mostró como un verdadero convertido. Por alguna razón que desconozco luego se marchó a Europa, a Roma, y terminó convirtiéndose en sacerdote católico. Por años ha estado laborando celosamente para promover el avivamiento de la religión entre los católicos, celebrando reuniones prolongadas, y según él mismo me dijo cuando nos encontramos en Inglaterra, ha estado tratando de lograr en la iglesia Católica aquello por lo cual se estaba laborando en la iglesia Protestante. El señor Walworth parece ser un ministro comprometido de Cristo, entregado en cuerpo y alma a la salvación de los católicos romanos. Qué tanto concuerda él con las perspectivas católicas, es algo que no puedo decir. Cuando estuve en Inglaterra él, que se encontraba en el país, me buscó y vino a verme de manera muy afectuosa. Tuvimos una entrevista muy placentera, hasta donde me pareció, era como una entrevista entre hermanos protestantes. No mencionó nada acerca de las particulares perspectivas católicas, sino que solo habló acerca de su trabajo entre los católicos en procura de un avivamiento de la religión en medio de ellos. Muchos ministros resultaron de aquellos grandes avivamientos en Rochester.

Un hecho que me interesó de gran manera cuando me encontraba laborando en aquella ciudad, fue el que los abogados iban a buscarme a mi habitación cuando se les presionaba fuertemente y estaban a punto de la sumisión, para conversar y recibir luz acerca de algún punto en particular que no habían logrado comprender. Observé una y otra vez que cuando aquellos puntos quedaban aclarados estaban listos para someterse de inmediato. De hecho, fue mi experiencia en general el ver que adquirían una perspectiva mucho más inteligente acerca de todo el plan de salvación que cualquier otra clase de hombres a los que les he predicado o con quienes he conversado. Muchos médicos se convirtieron también en los grandes avivamientos de los que he sido testigo. Me parece que sus estudios les inclinan al escepticismo o a cierta forma de materialismo. Aún con esto son inteligentes, y si el evangelio les es presentado de forma completa y despojado de aquellas características particulares que le añade el híper calvinismo, se convencen y convierten con más facilidad y rapidez que las clases menos inteligentes de la sociedad. Sus estudios en general no les preparan para estar listos a comprender el gobierno moral del Dios como aquellos que se dedican al derecho. Aún con esto les he encontrado abiertos a la convicción y de ninguna manera visto como ministro que sean una clase de personas difíciles de lidiar cuando concierne a la gran cuestión de la salvación.

He encontrado en todas partes que las peculiaridades del híper calvinismo han resultado en una piedra de tropiezo tanto para la iglesia como para el mundo. Una naturaleza pecaminosa en sí misma, la incapacidad total de aceptar a Cristo y obedecer a Dios, la condenación a una muerte eterna por causa del pecado de Adán y por una naturaleza pecaminosa--junto a todos los dogmas que resultan de aquella particular escuela--han sido una piedra de tropiezo para los creyentes y la ruina de los pecadores. El universalismo, el unitarismo, y de hecho, todas las formas que contienen errores fundamentales han debido de retroceder y han sido derribadas ante la presencia de aquellos grandes avivamientos. He aprendido una y otra vez que lo único que un hombre necesita para renunciar por entero, de inmediato y con gozo al universalismo o al unitarismo, es ser completamente convencido de pecado por el Espíritu Santo. Cuando tenga ocasión de hablar del siguiente gran avivamiento que tuvo lugar en Rochester podré abundar acerca de la forma en la que las convicciones irresistibles de los mismos escépticos, cuando se trataba con ellos correctamente, les ponían de cara a su condenación de tal modo que se regocijaban cuando encontraban la puerta de misericordia abierta ante ellos por medio de la revelación hallada en las Escrituras. Esto será algo que trataré en su debido orden, cuando me toque hablar del periodo en el cual tuvieron lugar aquellos gloriosos avivamientos. 

 

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