The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CARLOS FINNEY

1868

CAPITULO 21

AVIVAMIENTO EN ROCHESTER, NUEVA YORK, 1830

Partí de Nueva York y volví a Whitestown en donde pasé unas pocas semanas. En tanto me solicitaron volver a Filadelfia, y también a Nueva York, y como ya era común estaba siendo presionado para acudir a diferentes lugares y en diferentes direcciones, mas no tenía idea de a dónde realmente tenía el deber de ir. Entre esas invitaciones había una también muy urgente, que recibí de parte de la Tercera Iglesia Presbiteriana en Rochester, de la cual el hermano Parker había sido pastor. Deseaban que fuera y ocupara el púlpito por una temporada. Inquirí acerca de las circunstancias en que se encontraba Rochester y descubrí, por medio de varios testimonios, que para aquel entonces aquella ciudad era considerada como un campo muy poco prometedor en cuanto a las labores de avivamiento se refiere. Había solo tres iglesias presbiterianas en Rochester. La Tercera Iglesia, que fue la que me extendió la invitación, no tenía ministro y estaba en mal estado en cuanto a la religión. La Segunda Iglesia Presbiteriana, llamada también "La Iglesia de Ladrillo", tenía un pastor, que de hecho era un hombre excelente, pero la congregación estaba dividida considerablemente por causa de su predicación, por lo que el pastor estaba inquieto y a punto de irse. Había para entonces una controversia entre un anciano de la Tercera Iglesia Presbiteriana y el pastor de la Primera Iglesia, que estaba por ser tratada por el presbiterio. Este, y otros asuntos, habían creado un ambiente de sentimientos poco cristianos que se había extendido considerablemente en ambas iglesias, y esta circunstancia parecía estar impidiendo el campo para las labores. Los amigos de Rochester estaban muy ansiosos por contar con mi presencia--con lo de amigos me refiero a los miembros de la Tercera Iglesia. Al haberse quedado sin pastor sentían estar bajo gran peligro de disgregarse, y quedar aniquilados como iglesia, a menos que algo se hiciera para reavivar la religión en medio de ellos. Con tantas invitaciones urgentes provenientes de tantos puntos, me sentí como en muchas ocasiones me he sentido: grandemente perplejo. Permanecí en casa de mi suegro. Quería considerar el asunto hasta que pudiera llegar a sentir hacia dónde me era menester partir y emprender laborares. De acuerdo con esto empacamos nuestros baúles y descendimos a Utica, a unas siete millas de distancia de casa de mi suegro, en donde tenía varios amigos de oración. Arribamos al pueblo en la tarde, y al anochecer un gran número de hermanos líderes, en cuya sabiduría y oraciones tenía mucha confianza, se reunieron conmigo-- esto a petición mía-- para consultar y orar acerca cuál debía de ser mi siguiente campo de labores. Expuse ante ellos los hechos acerca de Rochester, según los conocía, y los hechos notorios con respecto a los otros importantes campos a los que había sido invitado. Para ellos Rochester era el menos atractivo de todos.

Después de discutir el asunto por completo, y de sostener varios momentos de oración intercalados con nuestra conversación, los hermanos dieron sus opiniones acerca de lo que ellos consideraban que era sabio y que debía de hacer. Unánimemente fueron de la opinión de que Rochester era un campo de labores muy poco atractivo en comparación con Nueva York o Filadelfia, e incluso en contraste con algunos de los otros campos a los que había sido invitado. También estaban firmes en la convicción de que debía de ir hacia el este de Utica y no hacia el oeste. Para aquel entonces esta misma era mi impresión y mi convicción; así me retiré de la reunión, habiendo, según supuse entonces, decidido no ir a Rochester sino a Nueva York o Filadelfia. Esto sucedió antes de que existieran los ferrocarriles; por lo que cuando partí aquella noche esperaba tomar el barco del canal--que era la forma más conveniente de viajar para mi familia--y salir a la mañana siguiente para Nueva York. Sin embargo, cuando me retiré a mi hospedaje el asunto se presentó ante mi mente de una forma distinta. Algo parecía cuestionarme--"¿Cuáles son las razones que te impiden ir a Rochester?" Aunque podía enumerar las razones, venía a mí la pregunta: "Pero, ¿son esas buenas razones? Ciertamente eres más necesario en Rochester por causa de todas aquellas dificultades. ¿Rechazas el campo porque hay tantas cosas que necesitan ser corregidas, por qué hay demasiadas cosas que están mal? Si todo marchara bien, entonces no serías necesario".

Pronto llegué a la conclusión de que todos habíamos estado equivocados; y que las razones que nos habían determinado en contra de ir a Rochester, eran en realidad las razones más válidas para justificar mi presencia en el lugar. Concluí además que era más necesario en Rochester que en cualquier otro de los campos que se me habían abierto en aquel entonces. Me sentí avergonzado de haber tenido en poco el tomar la obra por causa de las dificultades; pues tenía la fuerte impresión en mi mente de que el Señor estaría conmigo y de que Rochester era definitivamente mi campo de trabajo. Mi mente quedó totalmente clara de que Rochester era el lugar al cual el Señor quería que fuera antes de retirarme a descansar. Le informé mi decisión a mi esposa; y temprano en la mañana, y antes de que hubiese demasiada gente en la ciudad, el bote del canal hizo su arribo y nos embarcamos para ir hacia el oeste y no en dirección al ese. Íbamos con destino a Rochester. Los hermanos en Utica se sorprendieron mucho al conocer el cambio de nuestro destino, y supe que esperaban con mucha solicitud los resultados de aquella decisión. Llegamos a Rochester temprano en la mañana, y fuimos invitados a alojarnos con el hermano Josiah Bissell, quien era el anciano principal de la Tercera Iglesia y la persona que se había quejado ante el presbiterio con respecto al doctor Penny. A mi arribo me encontré con mi primo Frederick Starr en la calle, quien me invitó a su casa. Mi primo era uno de los ancianos de la Primera Iglesia Presbiteriana, y al haber escuchado que se me esperaba en Rochester estaba muy ansioso de que su pastor, el doctor Penny, me conociera, conversara conmigo y se preparara para cooperar en las labores. Como decliné su amable invitación para ir a su casa, informándole que sería huésped del señor Bissell, pasó a verme inmediatamente después del desayuno y me informó que había arreglado una entrevista entre el doctor Penny y yo, en su casa y para esa misma hora. Me apresuré para ir a conocer al doctor y mantuvimos una amena entrevista cristiana. Cuando empecé mis labores el doctor Penny asistió a nuestras reuniones y pronto me invitó a su púlpito. El mismo señor Starr se esforzó para propiciar un buen entendimiento entre los pastores y las iglesias y pronto un gran cambio se manifestó en la actitud y en el estado espiritual de las iglesias.

Pronto se suscitaron conversiones muy sobresalientes. La esposa de un prominente abogado de la ciudad fue una de las primeras personas muy conocidas de la ciudad que resultó convertida. Ella era una dama de gran reputación, muy conocida, y de extensa cultura e influencia. Su conversión fue muy notoria. La primera vez que la vi, una dama amiga de ella la acompañó a mi habitación y me la presentó. Esta otra dama era una mujer cristiana y había notado que su amiga se encontraba en gran agitación mental, y la había persuadido de ir a verme. La señora Matthews había sido una mujer alegre y de mundo, muy amante de la vida social. Más adelante me confesó que cuando llegué a Rochester había lamentado grandemente mi presencia y que temía que se fuera a producir un avivamiento que interfiriera con los placeres y las diversiones que se había prometido darse durante aquel invierno. Por la conversación descubrí que realmente el Espíritu del Señor estaba tratando con ella de forma implacable. La mujer se encontraba bajo una gran convicción de pecado. Después de haber conversado considerablemente, le presioné fuertemente para que se entregara a Cristo en ese mismo momento--para que renunciara al pecado, al mundo, a sí misma, y le entregara todo a Cristo. Pude notar que era una mujer muy orgullosa. Me pareció que el orgullo era la característica más notable de su carácter. Al finalizar nuestra conversación nos arrodillamos para orar, en ese momento mi mente se llenó por completo con el tema del orgullo de su corazón en la forma en la que lo manifestaba, así que enseguida presenté este texto: "Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos". Sentí que a aquello había sido guiado irresistiblemente por el Espíritu de Oración. Presenté el tema en oración y casi inmediatamente escuché a la señora Matthews repetir el texto: "si no os convertís y os hacéis como niños"--"Si no os hacéis como niños"--"Si no os convertís y os hacéis como niños". Observé que su mente había quedado capturada por aquello y que el Espíritu de Dios la estaba presionando sobre su corazón. Continué orando y planteándole el tema del orgullo a su mente, presentándola delante de Dios con su necesidad de ser convertida en una niña. Busqué al Señor para que la convirtiera, para que la hiciera como una niña, para que la apartara de su orgullo y de su grandiosidad y la llevara a la humildad, a la actitud de una pequeña niña. Sentí que el Señor estaba dando respuesta a la oración. Tuve la certeza de que lo estaba haciendo y no me cabía duda, creí en mi mente que el Señor estaba ejecutando la obra misma que le había pedido hacer. El corazón de la señora Matthews se quebrantó, sus sensibilidades brotaron, y cuando nos levantamos de nuestras rodillas se había vuelto realmente en una niña. Se puso de pie, se mostró en paz, establecida en una fe jubilosa y se retiró. A partir de ese momento se volvió muy abierta para hablar de sus convicciones religiosas y muy celosa por la conversión de sus amistades. Su conversión, por supuesto, produjo mucha excitación entre la clase de gente a la que pertenecía.

Hasta mi llegada a Rochester creo que nunca, salvo raras excepciones, había hecho uso de un medio para la promoción de los avivamientos que se conoce con el nombre de "la silla ansiosa". En ocasiones le había pedido a personas en la congregación que se pusieran de pie, pero no había hecho uso frecuente de este otro método. De cualquier modo, al estudiar el tema, había sentido muchas veces la necesidad de aplicar algunas medidas que llevaran al pecador a adoptar una postura. A partir de mi propia experiencia y de la observación descubrí que particularmente en las clases altas el gran obstáculo a vencer es el temor a ser reconocido como un pecador ansioso por la salvación de su alma. Esta clase de gente muchas veces es demasiado orgullosa como para tomar alguna postura que le revele a otros la ansiedad en la que se encuentran por sus almas. También descubrí que se necesitaba de algo más, a parte de lo que ya había practicado, que sirviera para crear la impresión de que se esperaba que entregaran su corazón allí y en ese mismo momento; era preciso algo que les llamara a actuar, y a actuar de forma pública delante del mundo tal y como lo habían hecho estando en sus pecados; de algo que les comprometiera públicamente con el servicio de Cristo; una manifestación o una demostración pública que sirviera para declararle a todos que habían abandonado en ese momento su vida de pecado y que se habían comprometido con Jesucristo. Descubrí que cuando simplemente les había llamado a ponerse de pie en la congregación pública, esto había surgido un buen efecto y que servía para los propósitos intencionados. Sin embargo, durante algún tiempo estuve sintiendo que algo más era necesario para sacarles de en medio de la masa de público impío a una renuncia pública de sus vidas de pecado, así como también a un compromiso público de entrega a Dios.

Si mal no recuerdo fue en Rochester en donde por primera vez introduje esta medida. Esto sucedió años más después de que se levantara aquel clamor por "las Nuevas Medidas". Pocos días después de la conversión de la señora Matthews--creo que por vez primera-- hice un llamado a todas las clases de personas cuyas convicciones estaban a punto y que se sentían dispuestas a renunciar a sus pecados en ese mismo momento y a entregarse a Dios, para que pasaran al frente y ocuparan ciertas sillas--las cuales había solicitado que quedaran vacantes. Les dije que allí se ofrecieran a Dios mientras orábamos por ellos. Pasaron al frente muchos más de lo que esperaba, y en medio de aquellas personas pasó también otra dama prominente y varias otras de sus amistades pertenecientes al mismo círculo social. Esto aumentó la emoción y el interés entre aquella clase de gente, y pronto fue evidente que el Señor estaba en procura de la conversión de las clases más altas de la sociedad. Mis reuniones pronto se encontraron abarrotadas de aquella clase de personas. Los abogados, médicos, mercaderes, y de hecho, la clase más inteligente de la sociedad, se tornó cada vez más y más interesada e influenciada a entregar sus corazones a Dios. Pronto la obra cobró un extenso efecto entre los abogados de la ciudad. Siempre ha habido en Rochester un número importante de abogados líderes en el estado. La obra enseguida atrapó a muchos de ellos. Estos abogados se volvieron muy ansiosos y acudían con libertad a nuestras reuniones para interesados, muchos de ellos pasaron al frente a tomar asiento en la silla ansiosa, como se la ha llamado desde entonces, y públicamente le entregaron sus corazones a Dios.

Recuerdo una noche, después de predicar, en la que tres de estos abogados me siguieron a mi habitación, todos ellos bajo profunda convicción, y me parece también que todos ellos habían estado ya en la silla ansiosa, sin embargo no tenían claras sus mentes y sentían que no podían volver a sus casas hasta que no se hubieran convertido y hecho las pases con Dios. Conversé con ellos y oré con ellos, creo que antes de partir todos habían hallado paz en sus mentes al creer en el Señor Jesucristo. Debí decir que poco después de que la obra comenzara las dificultades entre el hermano Bissell y el doctor Penny quedaron sanadas; y que todas las distracciones y las fricciones que habían existido quedaron arregladas, de tal modo que primó un Espíritu universal de bondad y camaradería en medio de todas las iglesias, según pude conocer.

La obra continuó en aumento. Tuve una cita para asistir a la Primera Iglesia. Ese día tuvo lugar una parada militar en la ciudad. Se había convocado a la milicia y era mi temor que por la emoción del desfile la atención de la gente quedara distraída y que esto pudiera mermar la obra del Señor. Encontré la casa de reunión bastante concurrida, llena a su máxima capacidad en todas sus partes. El doctor Penny presentó los servicios y estaba conduciendo la primera oración cuando escuché algo que supuse era la descarga de un arma e inmediatamente el tintineo de cristales, como si una ventana hubiese recibido el impacto. Creí que alguno de los entrenadores, por descuido, había disparado muy cerca de una ventana, lo que había provocado que uno de sus paneles se rompiera. Sin embargo, antes de que pudiera pensar en nada más, el doctor Penny saltó desde el púlpito sobre mí, pues yo me encontraba arrodillado y reclinado sobre un sofá que estaba detrás de él. El púlpito se encontraba en frente de la iglesia, entre las dos puertas. La parte de atrás de la iglesia estaba levantada sobre el muro del canal. De un momento a otro la congregación se sumergió en pánico total y la gente corría a una hacia puertas y ventanas. Una dama de avanzada edad sostenía levantada una ventana de la parte trasera por donde, según se me informó, varios saltaron al canal. La agitación era terrible. Algunos saltaban de las galerías hacia los pasillos del piso de abajo, otros corrían literalmente sobre los asientos y los respaldares de los bancos, la gente se atropellaba en los pasillos. Yo me puse de pie frente al púlpito, y sin saber aún lo que sucedía levanté las manos y dije al tope de mi voz: "¡Hagan Silencio! ¡Silencio!" En ese momento dos señoras que venían corriendo en toda su emoción en dirección al púlpito se agarraron de mí. El doctor Penny corrió hacia la calle, y vio a la gente correr en todas direcciones, tan rápido como podían. Como yo no estaba conciente de ningún peligro, la escena me parecía tan absurda que casi no podía contener la risa. La gente corría atropellándose en los pasillos. En varias ocasiones observé a algunos hombres levantándose del suelo, y al hacerlo echaban al piso a los más débiles, que habían ido tropezando con ellos. Todos salían de la casa tan pronto como podían. Algunos quedaron considerablemente lastimados, pero nadie pedió la vida. Con todo esto la casa quedó cubierta de toda clase de cosas, en especial de prendas femeninas. A algunas de las damas se les desgarraron los trajes hasta la altura del trasero. Bonetes, chales, guantes, pañuelos y partes de vestidos quedaron esparcidos en toda dirección. Me parece que los caballeros, por lo general, se habían marchado sin sus sombreros. Muchas personas quedaron lastimadas y adoloridas por la terrible premura.

Supe más tarde que las paredes de la iglesia habían estado asentándose por cierto tiempo, debido a que el terreno, por su proximidad al canal, era muy húmedo. La iglesia se había construido en piedra, y en consecuencia era bastante pesada; el terreno era de arcilla, y el edificio se había asentado. Esto se le había comunicado a la congregación y algunos temían que la torre fuera a caerse o que el techo o las paredes del edificio se vinieran abajo. Para entonces yo no había escuchado nada del asunto. El sonido que había causado la conmoción se debió a una viga que había caído del techo,y que rompió el yeso que se encontraba justo sobre la lámpara que estaba frente al órgano. El yeso rompió la lámpara, produciendo el sonido de los cristales rotos que había escuchado. La gente de la ciudad, que ya temía por la casa, se alarmó y se apresuró a salir en la forma en la que he descrito. El doctor Penny dijo que cuando la viga cayó abrió los ojos--pues estaba orando--y al ver lo sucedido no dudó de que el techo se estaba viniendo abajo y saltó del púlpito y salió tan pronto pudo. Al examinar la casa se encontró que las paredes se habían extendido de tal manera que el peligro de que el techo se viniera abajo era real. La presión que la galería recibía cada noche había empujado las paredes a cada lado y la situación había llegado al punto de que la posibilidad de que llegaran a haber personas heridas era real. Cuando esto ocurrió temí, y supuse que temieron lo mismo, que lo sucedido fuera a mermar la obra, pues la emoción que se había creado era tan grande que resultaba imposible celebrar reuniones en la casa. Sin embargo, la obra no se debilitó. El Espíritu del Señor estaba obrando seriamente en el avivamiento y parecía que nada iba a detenerle.

Se nos abrió la posibilidad de hacer uso de la iglesia de ladrillo, cuyo pastor para ese entonces había renunciado para ir a trabajar a otro campo. Desde entonces nuestras reuniones se alternaban entre la Segunda y la Tercera iglesia Presbiteriana, la gente de la Primera iglesia y una congregación que asistía siempre que pudiera encontrar lugar en la casa. Las tres iglesias presbiterianas, y de hecho, cristianos de todas las denominaciones parecían haber abrazado una causa común y unían por entero sus esfuerzos para trabajar de toda voluntad en el rescate de los pecadores. Fuimos obligados a mantener reuniones casi de manera continua. Yo predicaba prácticamente cada noche y tres veces en el Sabbat. Después de que la obra tomó gran poder sosteníamos reuniones para interesados muy frecuentemente en las mañanas. Recuerdo una mañana en particular en la cual habíamos estado realizando una reunión para interesados. Un caballero había estado presente y se había convertido. Este hombre era el yerno de una mujer muy piadosa y de mucha oración, que pertenecía a la Tercera Iglesia. La dama había estado en gran ansiedad por él y había orado mucho por su salvación. Cuando el hombre regresó a su casa de la reunión para interesados estaba lleno de gozo, paz y esperanza. La dama, por su parte, había estado orando apasionadamente en ese tiempo para que Dios le convirtiera en aquella reunión. Tan pronto como ella se encontrón con su yerno y él le declaró que se había convertido--y viendo en su rostro que tal cosa era cierta--quedó tan sobrecogida que se desmayó y cayó muerta. Este hecho fue muy impactante y produjo un aumento en la solemnidad. Otro hombre, que vivía al oeste del río y como a milla y media al sur de la ciudad, estuvo varios días bajo gran convicción hasta que finalmente quedó poderosamente convertido de súbito. La reacción en su mente fue tan grande, y su gozo tan sobrecogedor, que también cayó muerto.

Para aquel entonces había en Rochester una escuela superior presidida por un señor de apellido Benedict, hijo de Abner Benedict, quien era en aquel momento pastor de la Iglesia de Brighton, cerca de Rochester. Este señor Benedict era escéptico, pero estaba a la cabeza de una escuela superior muy grande y floreciente. Siendo que a esta escuela asistían los dos sexos, una señorita de apellido Allen le servía como asistente y asociada. Esta señorita era cristiana. Los estudiantes asistían a los servicios religiosos, y pronto muchos de ellos mostraron profunda ansiedad por sus almas. Cierta mañana el señor Benedict se encontró con que ninguno de sus alumnos podía recitar lo aprendido. Cuando les pedía que se pusieran de frente para la lección, los jóvenes estaban tan ansiosos por sus almas que lloraban. El ver el estado en el que se encontraban los estudiantes le confundió mucho. Llamó a su asociada femenina, la señorita Allen, y le dijo que los jóvenes se encontraban tan ansiosos por sus almas que no les era posible recitar y le preguntó sino sería mejor llamar a Finney para que les diera instrucción. Más tarde la señorita Allen me informó de la situación y me dijo que se sintió muy contenta de que haya sido él quien levantara la cuestión y que ella le había aconsejado de forma muy cordial que enviaran por mí. Así lo hizo el señor Benedict, y el avivamiento tomó un poder tremendo en aquella escuela. Pronto el mismo señor Benedict quedó convertido, y de hecho casi todas las personas en aquella escuela se convirtieron también. Hace unos pocos años la señorita Allen me informó que unas cuarenta personas de las convertidas en aquella escuela se hicieron ministros. No estoy seguro, pero ella también afirmó que más de cuarenta se habían vuelto misioneros en el exterior. Este es un hecho que yo no conocía anteriormente. Ella me nombró a algunos de ellos de aquel entonces, y de cierto una buena porción se habían hecho misioneros en el exterior.

Después de haber permanecido unas cuantas semanas en casa de Josiah Bissell, nos hospedamos en un lugar más céntrico, en el hogar del señor Beach, un abogado de la ciudad y cristiano profeso. La hermana de su esposa vivía en la casa y era una joven impenitente. Esta era una muchacha de fina apariencia, una exquisita cantante y una dama cultivada. Supimos enseguida que estaba comprometida para casarse con el juez Addison Gardiner, quien para entonces era juez de la corte suprema del estado. El juez Gardiner era un hombre muy orgulloso, que resistía la práctica de la silla ansiosa y que incluso hablaba en contra de ella. De cualquier modo, frecuentemente estaba ausente de la ciudad, ocupado en la corte, y no llegó a convertirse en aquel invierno. Por otro lado, un buen número de abogados se convirtieron y la joven de la que he hablado, su prometida, también se convirtió. Menciono este hecho porque más tarde el juez se casó con ella, lo cual sin duda condujo a su propia conversión en un avivamiento que tuvo lugar diez años después, un particular sobre el cual hablaré más adelante, en otra parte de mi narrativa, según la secuencia de los hechos.

Este avivamiento produjo un gran cambio en el estado moral y en la historia subsecuente de Rochester. La gran mayoría de los hombres y mujeres líderes de la ciudad se convirtieron en aquel entonces. También ocurrieron una gran cantidad de incidentes impactantes que no puedo dejar de lado. Un día, la dama que me visitó al principio y cuya conversión he mencionado, fue a verme en compañía de una amiga, con quien deseaba que conversase. Así lo hice, pero encontré que a todas luces la mujer estaba muy endurecida, y de hecho muy dispuesta a no darle importancia al tema. Su esposo era un mercader, y ambos eran personas de alta posición en la comunidad. Cuando le presioné para que le pusiera atención al tema, me dijo que no lo haría porque su esposo no iba a prestarle atención al asunto, y ella no iba a dejar a su marido. Le pregunté si estaba dispuesta a que su alma se perdiera solo porque su marido no le daba importancia a la suya; y que si no le parecía una tontería el descuidar su alma por seguir el ejemplo de él. Ella respondió enseguida: "Si mi marido se va al infierno yo también me voy. Yo quiero ir donde él vaya. No quiero separarme de él a ningún precio". Parecía era imposible causar en ella impresión alguna. Había tomado la decisión de seguir a su marido, y si él no le ponía asunto a la salvación de su alma, ella tampoco estaba dispuesta a hacerlo. Sin embargo, cada noche yo había estado apelando a la congregación y llamando a aquellos que estaban preparados para entregarle su corazón a Dios y mucha gente se convertía cada vez.

Supe más tarde que cuando aquella dama había llegado a su casa su esposo le había dicho: "Querida, esta noche pienso pasar al frente y entregarle mi corazón a Dios". "¡Qué!"--dijo ella--"Hoy mismo le he dicho al señor Finney que no me convertiría en cristiana y que tampoco tendría nada que ver con la religión. Que si tú no te convertías en cristiano yo no lo haría tampoco, y que si te ibas al infierno yo me iría contigo". "Pues bien"--dijo él--"yo no tengo intenciones de irme al infierno, ya me decidí a pasar al frente esta noche y darle mi corazón a Cristo". "En ese caso,"--dijo la mujer--"yo no pienso ir a la reunión para ver eso. Si ya te resolviste a ser cristiano, pues hazlo, que yo no lo haré". Cuando llegó la hora, él se fue solo a la reunión. El púlpito estaba entre las dos puertas del frente de la iglesia. La casa estaba bastante llena, pero el hombre logró encontrar una silla junto al pasillo, en la parte de atrás. Al cerrar la reunión, como era mi costumbre entonces, hice un llamado a aquellos que estaban en ansiedad por sus almas y que ya habían tomado una decisión, a que pasaran adelante y tomaran ciertos asientos cerca del púlpito, para que pudiéramos encomendarles a Dios en oración. A parecer, después de que el hombre se había marchado ya a la reunión, su mujer decidió ir también; pero al no saber ella dónde se había sentado su marido, se ubicó en el pasillo opuesto al de él, en el extremo de la casa. Cuando hice el llamado el hombre se puso de pie inmediatamente. La mujer observaba para ver si le encontraba y lo vio ponerse de pie e ir al frente. Tan pronto ella le vio avanzar en medio del concurrido pasillo hacia donde se encontraban las sillas, ella también se puso de pie y se dirigió hacia el púlpito. Para su mutua sorpresa se encontraron juntos frente al púlpito, y se arrodillaron para que orásemos por ellos. Un buen número de gente adquirió su esperanza en Cristo allí mismo, más no esta pareja de esposos, que se marcharon a casa demasiado orgullosos como para dirigirse la palabra y hablar acerca de lo que habían hecho. Ambos pasaron la noche agitados.

Si no me equivoco, al día siguiente a eso de las diez en punto de la mañana, el hombre pasó a visitarme y fue conducido a mi habitación. Mi esposa ocupaba una habitación en el segundo piso; y yo otra en la parte de atrás de la vivienda, al pie de la escalera de aquel mismo piso. Mientras conversaba con él uno de los sirvientes me informó que una dama esperaba para hablar conmigo en la habitación de la señora Finney. Me excusé con el hombre por unos momentos y le pedí que me esperara mientras iba a atender la otra visita. Me encontré con que se trataba precisamente de su mujer, la misma que me había visitado el día anterior y que se había mostrado tan testaruda. Ninguno de los dos sabía que el otro había venido a verme. Conversé con ella y descubrí que estaba al borde de someterse a Cristo. También supe que a todas luces su esposo estaba en la misma situación. Luego de esto regresé a mi habitación y le dije al hombre: "Voy a orar con una dama en la habitación de la señora Finney, y quisiera saber si usted podría acompañarnos para unirnos todos en oración". El hombre accedió y cuando entró a la habitación ¡eh allí su esposa! Ambos se miraron con gran sorpresa y se mostraron profundamente afectados por haberse encontrado en ese lugar. Nos arrodillamos para orar. No llevaba yo mucho tiempo dirigiendo la oración cuando ella empezó a llorar y a orar audiblemente por su esposo. Me quedé escuchando en silencio y noté que se había despojado de toda preocupación por su propia persona y luchaba en agonía por la conversión de su esposo. El corazón del hombre pareció quebrantarse y rendirse. Justo en ese momento sonó la campana para el almuerzo. Pensé que lo oportuno era dejarlos a solas. Toqué a mi esposa para llamar su atención, nos pusimos de pie en silencio y bajamos a la comida, dejándoles en oración. Cominos de prisa y volvimos a la habitación, en donde les encontramos de lo más delicados, humildes y amorosos.

Aún no he hablado mucho acerca del Espíritu de oración que prevaleció en este avivamiento. Cuando estaba de camino a Rochester, a medida que pasábamos por una villa a unas treinta millas al este de nuestro destino, un hermano ministro a quien conocía, al verme a bordo del bote del canal, se subió de un brinco para conversar brevemente conmigo, con la intención de navegar por un corto tramo y luego saltar a tierra nuevamente. Sin embargo, al interesarse tanto en la conversación y al conocer hacia dónde me dirigía, decidió ir conmigo a Rochester. Casi de inmediato cayó en gran convicción y la obra caló hondo en él. Teníamos pocos días de haber llegado a Rochester, pero el ministro ya estaba bajo tal convicción que no podía evitar llorar en voz alta al andar por la calle. El Señor le dio a este hombre un poderoso Espíritu de oración, y su corazón fue quebrantado. Siendo que él y yo orábamos mucho juntos, me impactó su fe con respecto a lo que Dios iba a hacer en el lugar. Recuerdo que este ministro decía: "Señor, no sé como será, pero me parece saber que vas a hacer una obra grande en esta ciudad". El Espíritu de oración se derramó poderosamente, tanto que algunas personas se apartaban de los servicios públicos para orar, al no poder contener sus sentimientos durante la predicación.

En este punto me es necesario traer el nombre de un hombre, a quien deberé de mencionar con frecuencia más adelante: el señor Abel Clary. Este era el hijo de un hombre excelente y anciano de la iglesia en la que me convertí. Abel Clary se convirtió en el mismo avivamiento en el que yo me convertí. Había sido licenciado para predicar, pero su Espíritu de oración era tal, que su carga por las almas no le dejaba predicar mucho, la mayor parte de su tiempo y de su fuerza las entregaba en oración. El peso en su alma era frecuentemente tan grande que no podía mantenerse en pie, y le hacía retorcerse y gemir en agonía de una forma impresionante. Yo le conocía muy bien y sabía de ese maravilloso Espíritu de oración que reposaba sobre su persona. Era un hombre muy silencioso, al igual que casi todas las personas que tienen el mismo poderoso Espíritu de oración.

Supe por primera vez que se encontraba en Rochester por un caballero que vivía como a una milla al este de la ciudad. Este caballero me visitó un día y me preguntó si conocía a un señor Abel Clary, que era ministro. Le respondí que le conocía muy bien y luego me dijo: "Pues bien, él está en mi casa y se ha quedado allí por tanto tiempo". He olvidado cuánto tiempo me dijo, pero había estado allí casi desde mi llegada a Rochester. El caballero continuó diciendo: "No sé que pensar acerca de él". Le dije que no le había visto en ninguna de nuestras reuniones. "No"--respondió el hombre--"Sucede que él no puede ir a las reuniones. Ora casi todo el tiempo, día y noche, y lo hace en tal agonía mental que no sé que pensar. A veces casi no puede sostenerse en sus rodillas, sino que queda postrado en el suelo gimiendo y orando de la forma más sorprendente". Le pregunté que decía y el caballero me respondió que "él no dice mucho. Dice que no puede ir a las reuniones, mas todo su tiempo lo dedica a orar". Le dije a aquel hermano: "Yo lo entiendo, por favor quédese tranquilo. Todo saldrá bien, de seguro el hermano Clary prevalecerá".

Para aquel entonces supe de un considerable número de hombres que estaban en la misma situación. Un diácono de apellido Pond, de Camden, en el condado de Oneida; otro diácono de apellido Truman, en Rodman, en el condado Jefferson; un diácono Baker, de Adams, en ese mismo condado; y con ellos este señor Clary a quien me he referido y muchos otros hombres. También un gran número de mujeres participaban de ese mismo Espíritu y pasaban gran parte de su tiempo en oración. El hermano--o como le solíamos llamar, el Padre Nash, un ministro que llegó a muchos de mis campos de labores para ayudarme, era otro de esos hombres con tan poderoso Espíritu de oración que prevalece. Este señor Clary permaneció en Rochester tanto como yo, y no se marchó hasta mi partida. Que yo sepa nunca apareció en público, sino que se entregó por completo a la oración.

Se dieron muchos casos en Rochester de personas que experimentaron ese espíritu de angustia agonizante en sus almas. Ya he dicho que en el aspecto moral las cosas cambiaron grandemente en aquel avivamiento. Rochester era una ciudad joven, llena de prosperidad, negocios y llena también de pecado. Sus habitantes eran inteligentes y altamente emprendedores. A medida que el avivamiento barrió el pueblo y que una gran masa de personas influyentes, tanto de hombres como de mujeres, se convirtieron, se produjo un cambio en el orden, la sobriedad y la moralidad de la ciudad que resultó maravilloso.

En un periodo subsiguiente, que debo mencionar en esta parte, me encontraba conversando con un abogado que se había convertido durante este avivamiento del cual he hablado. Este abogado había sido nombrado fiscal distrital de la ciudad, que es lo mismo que otro llaman acusador público. Su trabajo consistía en supervisar el enjuiciamiento de los criminales y por su posición llegó a familiarizarse mucho con la historia criminal de la ciudad. Mientras conversábamos del avivamiento en el cual se había convertido--esto muchos años más tarde--me dijo: "He estado examinando el record de las cortes criminales y me he encontrado con este impactante hecho: que aunque nuestra ciudad ha crecido el triple desde el avivamiento, no hay ni un tercio de los fiscales penales que había en aquel entonces. Por lo tanto el crimen ha disminuido en dos terceras partes y esto se ha debido a la maravillosa influencia de aquel avivamiento sobre la comunidad". De hecho, por el poder de aquel avivamiento el sentimiento público fue moldeado. Los asuntos de la ciudad han estado desde entonces en gran medida en manos de hombres cristianos. El gran peso del carácter ciudadano ha estado de parte de Cristo, y los asuntos públicos han sido conducidos de acuerdo con esto.

Entre las conversiones que se dieron no puedo dejar de mencionar la de Samuel D. Porter, un prominente ciudadano de Rochester. Para aquel entonces era librero y estaba asociado con un señor llamado Everard Peck, quien fue el padre de nuestro difunto profesor Peck. El señor Porter era un infiel, que aunque no era ateo no creía en la autoridad divina de la Biblia. Era un lector y un pensador, un hombre de mente aguda y perspicaz, de voluntad férrea y de carácter decidido. Creo también que era un hombre de buena moral externa y un caballero muy respetado. Un día llegó a mi habitación, temprano en la mañana, y me dijo lo siguiente: "Señor Finney, se está dando aquí un gran movimiento por causa de la religión, mas yo soy escéptico y quiero que usted me pruebe que la Biblia es la verdad". El Señor me dio enseguida la capacidad de discernir el estado mental del hombre, lo que hizo posible para mí el determinar el curso que tomaría con él. Le pregunté: "¿Cree usted en la existencia de Dios?" "¡Por supuesto!"--Respondió--"no soy ateo". "Bien"--le dije--"¿Cree que ha tratado a Dios como él se merece? ¿Ha respetado su autoridad? ¿Le ha amado? ¿Ha hecho lo que usted creía que debía de hacer para complacerle, y con la intención de complacerle? ¿Admite que debería de amarle, adorarle y obedecerle de acuerdo a la verdad que usted tiene de él?" "¡Sí! Admito que todo eso es cierto"--Respondió. "Mas, ¿lo ha hecho?"--le prengunté. "Pues no, no puedo decir que lo haya hecho". "En ese caso, ¿por qué debería yo de darle más información y más verdad, si usted no está dispuesto a obedecer la luz que ya tiene? Cuando usted se decida a vivir de acuerdo con sus convicciones, esto es, a obedecer a Dios de acuerdo con la verdad que ya posee, cuando se haya determinado a arrepentirse de su actual negligencia y a complacer a Dios tan bien como sabe que puede hacerlo por el resto de su vida, trataré de mostrarle por qué la Biblia proviene de Dios. Hasta entonces no tiene caso que me esmere en hacer tal cosa"--le dije. Para esto, yo no había tomado asiento y creo que tampoco le había invitado a sentarse. Él respondió: "No sé que decirle, pero lo que me ha dicho es lo justo". Enseguida se retiró.

No volví a escuchar de él sino hasta el día siguiente, temprano en la mañana, cuando justo después de levantarme pasó nuevamente a mi habitación. Tan pronto entró dio una palmada y dijo: "Señor Finney, ¡Dios ha hecho un milagro! Bajé a la tienda después de que dejé su habitación pensando en lo que usted había dicho, y me decidí a arrepentirme de aquello que sabía estaba en mal en cuanto a mi relación con Dios, y me determiné a que de ahora en adelante iba a vivir de acuerdo a la verdad que poseo. Cuando me decidí a esto mis sentimientos me abrumaron de tal modo que caí postrado y hubiera muerto de no ser por el señor Peck, quien se encontraba conmigo en la tienda". Desde ese momento todos quienes le conocen saben que es un cristiano apasionado y de oración. Menciono este caso en particular porque este mismo señor Porter ha sido por muchos años uno de los fideicomisarios del Colegio Oberlin, y ha permanecido con nosotros a lo largo de todas nuestras tribulaciones, y nos ha ayudado con su influencia y con su cartera.

Los medios usados en la promoción de este avivamiento fueron precisamente los mismos que han sido usados en todos los avivamientos de los que he sido testigo, con la excepción, como ya lo he dicho, de lo que entonces se conoció con el término de "la silla ansiosa". Descubrí que la misma tenía un gran poder para el bien. Si los hombres que estaban bajo convicción se rehusaban a mostrarse públicamente, renunciar a sus pecados y a entregarse a Dios, la presencia de esta silla les daba una mayor evidencia del orgullo de sus corazones. Si, por otro lado, rompían con todas esas consideraciones que les impedían tomar su lugar en aquellas sillas, estaban dando un gran paso, y continuamente comprobé que ese era precisamente el paso que les era necesario dar. También comprobé muchas veces que, cuando les explicaba la verdad y llegaban a tener entendimiento, y se les mostraba claramente cual era su deber a realizar antes de que se les pidiera pasar al frente, de hecho cumplían con su promesa, y que éste era un medio usado por el Espíritu de Dios para llevarles a una sumisión actual y a aceptar a Cristo. Por mucho tiempo he tenido la opinión de que la razón principal por la cual tan poca gente se convertía con los predicadores comunes era porque no les mostraban que se demandaba de ellos sumisión inmediata. Los ministros han tenido el hábito de predicarle a los pecadores sermones que señalan sus deberes; pero los concluyen diciéndoles que primero su naturaleza debe de ser cambiada por el Espíritu de Dios o jamás podrán hacer nada al respecto. Los ministros han tenido tanto temor de deshonrar al Espíritu de Dios que han creído que es su deber, al finalizar todo sermón y toda exhortación al arrepentimiento, el llamar la atención del pecador para señalarle su dependencia del Espíritu de Dios.

La doctrina que afirma que el pecado es parte de la constitución del hombre y que pertenece a su propia naturaleza, es decir, que la misma naturaleza humana debe de ser cambiada por la influencia física y directa del Espíritu Santo, lleva a los ministros que creen en ella a recordarle a los pecadores su incapacidad para hacer lo que Dios requiere--y lo que en sus mismos sermones les urgen a hacer. Y justo en el momento en el cual el pecador necesita pensar en Cristo, en su deber para con él, y en lo que realmente importa y debe de hacerse, su atención es desviada a tratar de buscar aquella supuesta influencia divina que debe primero de cambiar su naturaleza, y a dejar que el Espíritu de Dios actúe sobre su naturaleza en la forma de un golpe de electricidad mientras él permanece pasivo. Con esto la mente del pecador se vuelve mística; no es ninguna sorpresa que con aquellas predicaciones tan pocas almas quedaran convertidas. El Señor me convenció de que esta no era la forma de tratar con las almas. Me mostró claramente que la depravación moral debe de ser voluntaria, que la labor divina en la regeneración debía de consistir en instruir el alma, en argumentar, persuadir e implorar. Que por lo tanto, lo que debía de hacerse era mostrarle al pecador claramente cuál es su deber, y confiar en lo que el Espíritu le mostraba qué debía de hacer con urgencia; mostrarle a Cristo, y esperar a que el Espíritu Santo tome de lo de Cristo para mostrárselo al pecador; dejándole ver también su pecado y esperar que el Espíritu Santo le muestre la terrible perversidad de su pecado, y a que le guíe a la renuncia voluntaria del mismo. Vi de esta manera que para poder ser un agente inteligente, capaz de cooperar en la obra del espíritu Santo, debo de presentar las verdades a ser creídas, los deberes a ser realizados, y las razones que sostienen esos deberes. Eso mismo es lo que hace el Espíritu para que el pecador pueda ver y entender la fuerza de la urgencia en las razones que le presenta el ministro, la verdad de los hechos que se le han planteado, y para darle al pecador el sentido de revelación que le lleven a actuar. Es por esto que me resultaba tan claro que desviar la atención del pecador hacia su dependencia en el Espíritu de Dios estropea, en vez de ayudar, el avance de la obra del Espíritu. Es el deber del ministro urgir al pecador y la labor del Espíritu el hacer la urgencia de este llamado efectiva para que así pueda superar su oposición voluntaria. Por todo, era claro para mí que era totalmente antifilosófico y absurdo que a la vez que se llamaba al pecador a cumplir con su deber, se le dijera que le era imposible cumplir con él, se le recordara su dependencia del Espíritu de Dios, que su naturaleza debía de ser cambiada, y todas las demás cosas que se decían y que en su misma naturaleza estaba calculadas para evitarle el dar el paso que el Espíritu mismo le urgía a tomar. Esta clase de enseñanza conduce al pecador a resistir el Espíritu de Dios, a esperar a que Dios haga algo para cambiar su corazón antes de él mismo volverse a Dios. El hecho es que el error fundamental estaba en suponer que aquel cambio de corazón era uno físico y no un cambio moral, esto es, que representaba un cambio en la naturaleza en lugar de ser un cambio en el compromiso voluntario y la preferencia de la mente.

Con este tipo de enseñanza a la que me refiero, los hombres dan tumbos y casi nunca llegan a convertirse con las palabras del predicador. Si de alguna manera llegaran a tener convicción y a convertirse, sería porque necesariamente olvidaron la teoría con la que han sido instruidos, y dejado completamente de lado la perspectiva que enfatiza su inhabilidad de arrepentirse y porque abandonaron momentáneamente su dependencia del Espíritu de Dios para actuar bajo sus convicciones y cumplir con la urgente enseñanza del Espíritu. Es la labor del Espíritu primero traer convicción de pecado, de justicia y del juicio por venir al pecador, y una vez que se le ha enseñado a la persona su necesidad del Salvador, presentarle a este Salvador en su naturaleza divina, su labor y sus relaciones, su expiación y su misericordia, su voluntad, su disposición y su capacidad de salvar hasta lo sumo. Cristo prometió que el Espíritu Santo sería un maestro para guiar a los hombres, por medio de una persuasión divina, a renunciar a sus pecados y a entregarse a Dios. De lo que el pecador tiene conciencia bajo esta labor de Espíritu, no es de la presencia de ninguna agencia divina en su mente, sino de la visible claridad de la verdad, y esto produce en él una impresión profunda. Sus dificultades son aclaradas, sus errores corregidos, su mente iluminada, la verdad presiona su conciencia, y siente la urgencia sobre su espíritu de someterse inmediatamente a Dios. La verdad es lo que captura su atención. Si la persona lee su Biblia, inferirá que esta urgencia que siente proviene del Espíritu de Dios. Comúnmente es apropiado que se le diga que esta es la forma en la que el Espíritu de Dios está trabajando con él y que de resistir las verdades que le están siendo mostradas a su mente, está realmente resistiendo al Espíritu Santo; por el contrario, si acepta esta verdades con cordialidad, se está rindiendo a la enseñanza divina. Sin embargo, el pecador debe de entender distintivamente que el Espíritu trabaja, no para convertirle mientras él se encuentra en un estado pasivo en el cual simplemente espera el tiempo de Dios; sino que el Espíritu de Dios le convierte o le hace volver de su pecado al inducirle a que él mismo se vuelva a Dios; que el acto de sumisión es un acto personal y que el Espíritu de Dios da la fe, solo al presentarle estas verdades para que puedan ser creídas con tal claridad divina y persuasión, como para guiarle a confiar en el Salvador. Que el Espíritu de Dios nos da fe al inducirnos a creer; y que nos guía a cumplir con toda obligación: con el arrepentimiento, el creer, el sometimiento, el amor, al presentar las verdades que están calculadas para conducirnos con tal claridad como para hacernos vencer nuestra propia resistencia e inducirnos a voluntariamente, con toda sinceridad y de todo corazón, volver a Dios, confiar en él, amarle y obedecerle.

Con estas perspectivas acerca del tema pude ver con claridad que cuando el pecador es instruido a fondo, mientras escucha la voz del predicador y la verdad en la misma siendo mostrada con claridad por el Espíritu Santo, se hace necesario inducirle a actuar en base a sus convicciones allí y en ese mismo momento. Concluí en aquel entonces--y desde allí he sostenido el mismo pensamiento--que el llamar al pecador a salir de en medio de la multitud y asumir una postura delante de Dios, siendo así lo más abierto y franco que se puede ser delante del mundo en cuanto a su renuncia al pecado, el llamarle a cambiar de bando, renunciando al mundo para venir a Cristo, a renunciar a su propia justicia y aceptar a Cristo--y en breve, a hacer justamente lo mismo que constituye un cambio de corazón, era precisamente lo necesario. Esa medida no me ha decepcionado. Siempre la he hallado como algo grandemente necesario; más aún puedo relatar multitud de ocasiones en las cuales hombres orgullosos, después de haberla resistido por cierto tiempo, llegaron a ver que era apropiada y necesaria, y ellos mismos pasaron al frente y ocuparon la silla ansiosa para entregarse a Cristo. Con frecuencia me han dicho que son de la idea de que de no haber sido llamados a dar aquel paso, y de no haberlo ellos dado o asumido un paso semejante, no se hubieran convertido jamás. Si mi labor está destinada a la conversión del pecador, debo entonces decirle aquellas cosas que el Espíritu de Dios desea que él crea y que entienda. Me es menester presentarle las consideraciones que deben influenciar su acción presente. De este modo coopero con el Espíritu de Dios; pues es precisamente aquello lo que el espíritu desea asegurar: que las acciones presentes del pecador estén de acuerdo con los requerimientos de Dios. Jamás he sentido que he cumplido con mi deber sino hasta que he presionado en la mente del pecador todas las consideraciones que en el momento considero esenciales para que logre entender su deber y ejecutarlo.

Más adelante, cuando hable acerca de otro gran avivamiento ocurrido en Rochester en el cual estuve presente, las verdades de las cuales he estado hablando podrán verse ejemplificadas en la conversión del juez que mencioné anteriormente. Jamás supe que en este avivamiento de Rochester, al cual me he referido desde el principio, se hayan dado quejas de ningún tipo de fanatismo o de cualquier cosa deplorable en sus resultados. El avivamiento fue muy poderoso, reunió a un gran número de personas de la clase más influyente en la sociedad e hizo una barrida tan profunda que causo gran emoción en los que estaban cerca como en los de lejos. Algunas personas escribieron cartas desde Rochester a sus amigos, reportando acerca de la obra. Estas cartas se leyeron en varias iglesias a lo largo de varios estados y fueron claves en la producción de grandes avivamientos de la religión que se dieron más adelante. Muchas personas llegaron desde otras partes para ser testigos de la gran obra de Dios, y llegaron a convertirse. Recuerdo el caso de un médico que se sentía tan atraído por lo que había escuchado acerca de la obra que llegó a Rochester desde Newark, Nueva Jersey para ver lo que Dios estaba haciendo. Este doctor, que era un hombre de mucho talento y cultura, se convirtió de hecho en Rochester y por muchos años ha sido un ardiente obrero cristiano a favor de las almas.

Recuerdo que una tarde, cuando hice el llamado a pasar al frente y ocupa la silla ansiosa, un hombre de mucha influencia en un pueblo vecino pasó al frente con varios miembros de su familia para entregarse a Dios. De hecho, la obra se esparció como una ola en todas direcciones. Prediqué en tantos lugares aledaños como el tiempo y las fuerzas me lo permitieron, esto mientras mi principal centro de labores estaba en Rochester. En Canandaigua prediqué varias veces y la obra tuvo efecto en el lugar y muchos se convirtieron. El pastor, reverendo Ansel Eddy, se involucró de corazón en la obra. Un hombre de avanzada edad que había sido pastor, inglés de nacimiento, también hizo lo que pudo para avanzar la obra. Prediqué también en varios lugares de los alrededores cuyos nombres no puedo recordar. Lo que si recuerdo distintivamente es que en cualquier lugar al que iba, la Palabra de Dios tenía efecto inmediato; y parecía que lo único necesario era presentar la ley de Dios y las demandas de Cristo, en la relación y proporciones que fueran calculadas para asegurar la conversión de los hombres, y la gente se convertía a montones. Lo grandeza de la obra de aquel tiempo en Rochester atrajo tanto la atención de ministros y de cristianos a lo largo de los estados de Nueva York, de Nueva Inglaterra y de muchas otras partes de Estados Unidos, que la fama misma de aquel avivamiento se convirtió en un instrumento en las manos del Espíritu de Dios para promover a lo largo del territorio los más grandes avivamientos de la religión que este país haya visto. Años después de estos sucesos, al conversar con el doctor Beecher acerca del poderoso avivamiento de Rochester y de sus resultados, él señaló: "Aquella fue la más grande obra de Dios, y el avivamiento de religión más grande que el mundo jamás haya visto en un tiempo tan corto. Se reportó que cien mil personas se conectaron con iglesias como resultado de aquel gran avivamiento." &endash;Y añadió--"esto no tiene paralelo en la historia de la iglesia ni en el progreso de la religión." Al hablar de esto se refería a lo sucedido en un solo año, y a que jamás en la era cristiana se ha registrado un año en el cual se diera tan tremendo avivamiento de la religión.

A partir de la convención de Nuevo Líbano, de la cual ya he hablado anteriormente, la oposición pública y abierta a los avivamientos de la religión fue manifestándose cada vez en menor grado; también me encontré con mucha menos oposición de tipo personal que antes, la cual fue cediendo de forma gradual pero muy significativa. En Rochester no percibí ninguna oposición. Realmente las aguas de la salvación estaban en grande raudal, los avivamientos se habían hecho poderosos y extensos, y la gente tuvo oportunidad de familiarizarse con ellos y con sus resultados en tal medida que los hombres temían oponerse a ellos, como antes lo habían hecho. Los ministros también habían llegado a entenderles mejor, y los más impíos de los pecadores habían llegado a convencerse de que eran realmente la obra de Dios. Tan manifiesta era la masa de conversiones verdaderas--de estos convertidos que realmente habían sido regenerados y hechos nuevas criaturas--tan profundamente eran individuos y comunidades transformadas, y tan permanentes e incuestionables los resultados, que llegó a ser la convicción casi universal que estos avivamientos eran la obra de Dios. Se dieron tantas conversiones impactantes, muchos personajes convertidos, y todas las clases, alta y baja, rica y pobre, quedaron de tal manera sometidas a estos avivamientos que casi silenciaron por completo a la oposición abierta. De tener el tiempo podría llenar todo un volumen con todas las conversiones impactantes ocurridas bajo mi observación a lo largo de muchos, muchos años, y en muchos lugares. 

 

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