The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CARLOS FINNEY

1868

CAPITULO 8

AVIVAMIENTO EN ANTWERP

 

Debo ahora dar cuentas acerca de mis labores y sus resultados en Antwerp, una villa al norte de Evans' Mills. Llegué al lugar por primera vez en abril, y descubrí que en el pueblo no se sostenían ningún tipo de servicios religiosos. La tierra de este asentamiento pertenecía a un señor de apellido Parrish, un rico terrateniente que residía en Ogdensburgh. Procurando la población del territorio, este hombre había construido una casa de reunión de ladrillo, pero la gente no estaba dispuesta a sostener adoración pública y la casa permanecía cerrada. La llave de la casa de reunión estaba en posesión del señor Copeland, el encargado del hotel de la villa.

Supe muy pronto que había en el lugar una iglesia Presbiteriana compuesta por unos pocos miembros. Hacia algunos años habían tratado de realizar reuniones durante el Sabbat. El anciano encargado de conducir el servicio vivía a unas cinco millas a las afueras de la villa y para llegar a ella se veía obligado a pasar por un asentamiento de universalistas. Los universalistas habían impedido la realización de los servicios haciéndole imposible al diácono Randall--este era el nombre del anciano--atravesar su villa para llegar a la reunión. Llegaron incluso a sacarle las ruedas a su carreta; llevaron a tal extremo su resistencia que finalmente Randall desistió de realizar las reuniones. Fue así como se renunció por completo a todo servicio en la villa, y en medio del pueblo en general.

Descubrí que la señora Copeland, la encargada, era una mujer piadosa. Habían también otras dos mujeres piadosas: la señora Howe, esposa de un comerciante, y una señora Randall, esposa de un médico de la villa. Si mal no recuerdo llegué a Antwerp un viernes. Llamé a esas mujeres pías y les pregunté si les gustaría tener una reunión. Respondieron que sí, pero que no sabían si sería posible. La señora Howe acordó poner a la disposición la sala de su casa esa tarde para la reunión, si yo era capaz de hacer que alguien asistiera. Fui por los alrededores invitando a la gente y aseguré la asistencia, me parece, que de unas trece personas. Les prediqué y luego me dijeron que si podía conseguir el uso de la casa escuela de la villa, podría predicar en el Sabbat. Conseguí el consentimiento del encargado de la escuela y al día siguiente se hizo circular entre el pueblo la invitación a una reunión el domingo en la mañana, en la casa escuela.

Al caminar por la villa escuché una gran cantidad de comentarios profanos. Me pareció que nunca antes, en ningún lugar que hubiera visitado, había escuchado un lenguaje semejante. Parecía como si todos los hombres que jugaban en el pasto, o que estaban en todos los negocios a los que entraba se estuvieran insultando, maldiciendo e injuriando los unos a los otros. Me sentía como si hubiera llegado al borde mismo del infierno. Recuerdo que tenía una suerte de sentimiento horrible mientras recorría la villa ese sábado. La atmósfera misma me parecía ponzoñosa y una especie de terror se apoderó de mí. Me entregué a la oración el sábado e insistí en mi petición al Señor hasta que obtuve esta respuesta: "Entonces el Señor dijo a Pablo en visión de noche: No temas, sino habla, y no calles; porque yo estoy contigo, y ninguno pondrá sobre ti la mano para hacerte mal, porque yo tengo mucho pueblo en esta ciudad", Hechos 18:9-10. Esta respuesta alivió por completo mi temor. Descubrí, sin embargo, que la gente cristiana del lugar tenía mucho temor de que algo serio pudiera suceder si llegaban a establecerse nuevamente reuniones religiosas en el lugar.

Pase el sábado prácticamente en oración, y luego recorrí la villa lo suficiente como para notar que el anuncio de la reunión del día siguiente había provocado considerable emoción. En la mañana del Sabbat me levanté y abandoné mi habitación en el hotel, y para poder estar a solas, en algún lugar en el cual pudiera levantar mi voz y el corazón, mi interné en un bosque a cierta distancia de la villa. Allí continué en oración por un tiempo considerable. Me fui, pero sin embargo, no me sentía aliviado y regresé nuevamente al bosque, mas la carga de mi mente aumentaba y no lograba tener alivio. Volví por una tercera ocasión y allí llegó la respuesta. Me di cuenta entonces que ya era tiempo para la reunión, e inmediatamente me dirigí a la casa escuela, la cual encontré llena a capacidad. Tenía en la mano mi pequeña Biblia de bolsillo, y de ella les leí este texto: "de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna". No recuerdo mucho de lo que dije, pero sé que el punto sobre el cual mi mente elaboró de manera principal fue el trato que Dios recibe como respuesta a su amor. Este tema me afectó a mi mismo profundamente, y derramé lágrimas y alma. Allí vi a varios de los hombres a los que les había escuchado hablar las palabras más profanas el día anterior. Les señalé y les dije lo que habían dicho--cómo habían invocado a Dios para maldecirse los unos a los otros. Realmente dejé en libertad mi corazón ante ellos y mis lágrimas fluían copiosamente. Les dije que "aullaban blasfemias en la calle como si fueran perros del infierno"; y que sentía que había llegado "al mismo borde del infierno". Todos sabían que lo que decía era cierto y se avergonzaron ante mis palabras. No se sintieron ofendidos, sino que lloraron tanto como yo. Creo que quedaron muy pocos ojos sin lágrimas.

El señor Copeland, el encargado, se había rehusado a abrir la casa de reunión en la mañana, más tan pronto concluí el servicio se puso de pie y le dijo a la gente que podía abrir la casa en la tarde. La gente se esparció y llevó la noticia en todas direcciones, y en la tarde la casa de reunión estuvo casi tan llena como en la mañana. Todos habían ido a la reunión y el Señor me liberó maravillosamente delante de ellos. Mi predicación les parecía algo nuevo. De hecho, a mi mismo me parecía que podía derramar amor y granizo sobre ellos al mismo tiempo; o en otras palabras, que podía derramar sobre ellos granizo con amor. Era como si mi amor por Dios, en vista de la forma abusiva con la que le habían tratado, afilaba mi mente con la agonía más intensa. Sentía el reprenderlos con todo mi corazón, pero con una compasión que debía de resultarles inconfundible. Nunca supe que me hubieran acusado de haber sido muy severo, aunque creo que nunca he hablado con tanta severidad en mi vida. Con todo esto, el trabajo de ese día fue efectivo para traer convicción a la gran mayoría de la población. A partir de ese día señalé reuniones en todo lugar y en todo momento que estuviera en mis manos en aquel vecindario y en los alrededores, y la gente se aglomeraba para escuchar.

La obra comenzó inmediatamente y avanzó con gran poder. Predicaba tres veces para la iglesia de la villa en el Sabbat, asistía a una reunión de oración en el intermedio, y generalmente predicaba en alguna casa escuela del vecindario a las 5 P.M. En el tercer Sabbat en el que predique, un hombre mayor se me acercó cuando me dirigía al púlpito y me preguntó si podría predicar en una casa escuela de su barrio, pues nunca se habían ofrecido servicios en el lugar. Me dijo que el sitio estaba a unas tres millas de distancia en cierta dirección y que deseaba que fuera lo más pronto posible. Señalé el día siguiente, que era un lunes, a las cinco en punto de la tarde para la cita. Ese lunes era un día caluroso y había dejado mi caballo en la villa, pensando caminar para que me fuera más sencillo llamar a la gente del vecindario a la casa escuela mientras me dirigía al lugar. Sin embargo, antes de llegar me sentí tremendamente exhausto por todo el duro trabajo del Sabbat, y me senté junto al camino sintiendo que ya no podía continuar. Me culpé por no haber llevado mi caballo.

Cuando llegué a la hora señala, encontré la casa escuela llena y solo pude encontrar lugar para estar de pie junto a la puerta, que permaneció abierta. Leí un himno--y digo leí porque parecía que jamás habían escuchado música de iglesia en ese lugar. A pesar de esto ellos pretendían cantar, más su canto resultaba en lo siguiente: cada uno berreaba a su manera. Mis oídos se habían cultivado al haber enseñado música sacra; y el horrible sonido discordante que producían me mortificaba a tal punto que mi primera idea fue irme del lugar. Finalmente me tapé los oídos con las dos manos con toda la fuerza de mis brazos. Ni con esto dejaron de gritar. Puse mi cabeza sobre mis rodillas, con mis manos en los oídos, y movía la cabeza tratando de deshacerme de los terribles sonidos discordantes que parecían enloquecerme. Así quedé hasta que terminaron su interpretación; y luego me arrodillé casi en un estado de desesperación y empecé a orar. El Señor abrió las ventanas de los cielos y se derramó el Espíritu de oración, y entregué todo mi corazón en oración.

No había pensado en el texto sobre el cual iba a predicar, sino que esperé a ver la congregación, como era mi costumbre en aquellos días. Tan pronto terminé de orar, me puse de pie y dije: "Levantaos, salid de este lugar, porque Jehová va a destruir esta ciudad." Les dije que no recordaba donde se encontraba el pasaje, pero les indiqué aproximadamente dónde podían encontrarlo y continué con la explicación. Les dije que había un hombre llamado Abraham y quien era, también que había otro llamado Lot y les hablé de él y de la relación que había entre ellos, que se habían separado por las disputas que se habían estado presentando entre sus respectivos pastores, y que Abraham había tomado en posesión la tierra de la colina, y que Lot había preferido el valle de Sodoma. Les hablé de lo terriblemente perversa que se había convertido Sodoma y de las abominables prácticas en las que había caído; que el Señor había decidido destruir Sodoma y que visitó a Abraham para informarle lo que estaba por hacer; que Abraham había orado a Dios para que perdonara a la ciudad si era posible encontrar en ella cierto número de justos, y que el Señor había prometido que la perdonaría por causa de esos justos. Que luego Abraham había procurado que Dios salvara la ciudad si encontraba un número menor de justos, y que Dios nuevamente había dicho que perdonaría a Sodoma por causa de ellos. Les dije que Abraham había seguido reduciendo el número de justos hasta que llegó a diez, y que Dios le había prometido que de encontrar diez personas piadosas en el lugar, aún perdonaría la ciudad. Allí cesó la intercesión de Abraham y el Señor le dejó. Mas se encontró que en la ciudad solo había un justo, y este era Lot, el sobrino de Abraham. "Y dijeron los varones a Lot: ¿Tienes aquí alguno más? Yernos, y tus hijos y tus hijas, y todo lo que tienes en la ciudad, sácalo de este lugar; porque vamos a destruir este lugar, por cuanto el clamor contra ellos ha subido de punto delante de Jehová; por tanto, Jehová nos ha enviado para destruirlo. Entonces salió Lot y habló a sus yernos, los que habían de tomar sus hijas, y les dijo: Levantaos, salid de este lugar; porque Jehová va a destruir esta ciudad. Más pareció a sus yernos como que se burlaba". Génesis 19: 12-14.

Mientras relataba estos hechos observé que la gente me miraba como molesta. Muchos de los hombres estaban en mangas de camisa y se miraban unos a otros y me miraban a mí si faltara poco para que se lanzaran sobre mí y me castigaran allí mismo. Veía sus rostros extraños e inexplicables y no podía entender qué había dicho que pudiera ofenderles. De cualquier modo, me parecía que su enojo iba en aumento a medida que continuaba con la narrativa. Tan pronto terminé la historia me volví a ellos y les dije que tenía entendido que nunca habían tenido reuniones religiosas en el lugar, y que por lo tanto estaba en el derecho de tomar por sentado, y que de hecho estaba obligado a tomar por sentado, que eran personas impías. Insistí en eso con energía ascendente y con el corazón a punto de reventar para que les quedara claro.

Les había hablado de esta forma, aplicándoles directamente el pasaje, por cerca de quince minutos, cuando de pronto una terrible solemnidad pareció caer sobre ellos y un algo resplandeció sobre la congregación--una especie de brillo, como si hubiera una suerte de agitación en la atmósfera misma. La gente empezó a caer de sus sillas en todas direcciones, clamando por misericordia. Si hubiese tenido una espada en cada mano no les hubiera podido cortar de sus sillas con la rapidez con la que cayeron al piso. De hecho, casi toda la congregación estaba en sus rodillas o postrados en el suelo dos minutos después de que ese primer shock cayó sobre ellos. Todos oraban por sus almas, al menos los que podían hablar. Por supuesto, me vi obligado a dejar de predicar, pues ya no me estaban prestando atención. Vi al anciano que me había invitado en medio de la casa, viendo la escena con el más grande de los asombros. Levanté mi voz, casi al punto de gritar, y le dije: "¿Puede orar?" Al instante se puso de rodillas y con voz estentórea derramó su corazón ante Dios, pero para nada consiguió la atención de la gente. Luego hablé tan alto como pude, tratando de hacer que prestaran oídos. Les dije: "Aún no están en el infierno, déjenme conducirles a Cristo." Por breves minutos traté de presentarles el evangelio, pero casi nadie ponía atención. Mi corazón estaba tan lleno de gozo ante tal escena, que casi no podía contenerme. A poca distancia de donde me encontraba había una chimenea. Recuerdo muy bien que mi gozo era tan grande que no podía evitar reírme de la forma más espasmódica. Me arrodillé y metí la cabeza en la chimenea, y me puse mi pañuelo sobre la cabeza, para que no me vieran reír, pues sabía que no podrían entender que ese gozo santo era incontenible. Fue con mucha dificultad que logré contenerme de gritar y darle la gloria a Dios.

Tan pronto como logré controlar suficientemente mis sentimientos, me volví a un joven que estaba cerca de mí y que oraba por su alma. Puse mi mano sobre su hombro, para llamar su atención, y le prediqué al oído acerca de Jesús. Tan pronto logré que pusiera su atención en la cruz de Cristo, creyó, se quedó tranquilo por un minuto o dos y luego empezó a orar por los otros. Luego me volteé hacia otra persona e hice lo mismo que había hecho con aquel joven, obteniendo el mismo resultado, y así seguí con otro, y con otro. Proseguí de esta manera hasta que vi que había llegado la hora en que debía de partir para cumplir un compromiso en la villa. Así se los dije. Le pedí al anciano que me había invitado que se quedara en el lugar y que se hiciera cargo de la reunión mientras cumplía mi compromiso y eso hizo. Sin embargo, había demasiado interés y demasiadas almas heridas como para despedir la reunión, por lo que ésta continuó toda la noche. En la mañana todavía había quienes no podían marcharse y fueron llevados a una casa privada en el vecindario para que la escuela pudiera funcionar. En la tarde me mandaron a buscar para que fuera al lugar, pues aún no podían darle término a la reunión.

Cuando estuve allí por segunda ocasión recibí la explicación del por qué de ese enojo manifiesto en la congregación mientras daba la introducción de mi primer sermón. Supe que el lugar se llamaba Sodoma--cosa que ignoraba totalmente--y que solo había un hombre piadoso en el lugar, a quien llamaban Lot. Este hombre era el anciano que me había invitado. La gente había supuesto que escogí mi tema y que les prediqué de esa forma, porque ellos eran tan perversos como Sodoma. Esta fue una asombrosa coincidencia, pero en lo que a mi respecta, totalmente accidental.

No he estado por años en ese lugar. Pocos años después de que empecé a trabajar en Syracuse, en el Estado de Nueva York, dos caballeros llegaron a buscarme un día. Uno de ellos era un hombre de edad avanzada, y el otro bordeaba los 47 años de edad. El hombre más joven me presentó a su acompañante como el diácono White, un anciano de su iglesia y me dijo que éste me había citado para darme cien dólares para el Colegio de Oberlin. El anciano, en cambio, me presentó al hombre más joven diciendo: "Este es mi ministro, el Reverendo Cross, quien se convirtió bajo su ministerio". Acerca de esto el hermano Cross me preguntó si recordaba haber predicado en cierta época en Antwerp, en tal parte del pueblo y en una casa escuela por la tarde cuando tal escena--describiendo lo ocurrido --había tenido lugar. "Lo recuerdo muy bien"--le respondí--"jamás podría olvidarlo". "bien, pues yo era tan solo un joven cuando me convertí en esa reunión", dijo el hermano Cross, quien por muchos años ha tenido gran éxito como ministro. También, varios de sus hijos han obtenido su educación en nuestro colegio en Oberlin. Supe que aunque el avivamiento llegó a ese lugar tan súbitamente, fue de tal poder que los convertidos quedaron firmemente cimentados y que la obra fue permanente y genuina. Nunca supe que ninguna reacción desastrosa haya tenido lugar.

Dije antes que los universalistas le habían impedido al diácono Randall sostener reuniones religiosas en Antwerp en el Sabbat y que le habían sacado las ruedas a su carreta. Cuando el avivamiento alcanzó su máxima fuerza, el diácono Randall quiso que fuera a predicar en ese vecindario. Señalé una predicación en el lugar, en la tarde de cierto día, en su casa escuela. Cuando llegué a la cita encontré que el lugar estaba lleno y al diácono sentado cerca de la ventana, junto a un estante que sostenía una Biblia y un himnario. Tomé asiento junto a él, y luego me puse de pie y leí un himno, y ellos cantaron--en alguna manera--o más bien berrearon. Luego me entregué a la oración y tuve amplio acceso al trono de la gracia. Me levanté y tomé el siguiente texto: "¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo escaparéis de la condenación del infierno?" Vi que el diácono Randall lucía muy inquieto; y pronto se puso de pie y caminó a la puerta. Hacía calor. Como había algunos muchachos en la puerta, supuse que el diácono había ido allí para mantenerlos quietos, sin embargo supe luego que esto lo había hecho por temor. Randall había pensado que si la gente del lugar me caía encima, debía estar en dónde pudiera escapar. Por el texto que usé había concluido que les iba a hablar sin adornos, y por la oposición que la gente del pueblo le había mostrado en el pasado, quería asegurarse de estar lejos de su alcance. Yo continué derramando mis pensamientos con toda mi fuerza y creo que antes de terminar hubo un vuelco absoluto de los fundamentos mismos del Universalismo. Entonces ocurrió una escena casi idéntica a la que se presentó en el lugar en donde hablé de Sodoma. El avivamiento penetró en todas las esquinas del pueblo, e incluso algunos de los pueblos vecinos compartieron la bendición. El avivamiento fue precioso en este lugar.

Cuando llegamos a recibir a los convertidos, después de que ya un gran número de ellos fue examinado y se aproximaba el día de su admisión, supe que muchos de ellos habían sido criados en familias bautistas, y les pregunté si deseaban recibir el bautismo por inmersión. Ellos respondieron que les daba igual, pero que sus padres preferirían que fuera por inmersión. Les dije que no tenía ninguna oposición al respecto, si ellos creían que esto les agradaría más a ellos y a sus amigos. De acuerdo con esto, cuando llegó el Sabbat anuncié que realizaríamos los bautismos por inmersión durante el intermedio. Bajamos a un arroyo que corría por el lugar, y allí bauticé por inmersión, creo que a una docena o más. Sin embargo, pesé a todos mis esfuerzos, no pude garantizar mucha solemnidad. Observé que los inconversos que se encontraban en las orillas se reían y que sus risas se hacían aún mayores cuando sumergía a las mujeres.

Cuando llegó la hora de los servicios de la tarde fuimos a la casa de reunión y allí bauticé a un gran número de personas tomando agua en mi mano y aplicándola en sus frentes. La administración de la ordenanza en ese lugar se mostró tan propia de Dios y tan bendita por Él, que dio mayor testimonio de que éste modo de bautismo le era aceptable, que cualquier cosa que yo hubiera podido decir. Durante la aplicación de esta ordenanza en la casa de reunión, la gente guardó gran solemnidad y muchos lloraban. Parecía ser una observación común, que produjo gran impacto en casi todos, que Dios había puesto su sello sobre esa forma de bautismo. El contraste fue tan grande entre esa escena y la sucedida en el río como para crear una impresión decisoria. Un gran número de convertidos tenían amigos metodistas.

Supe el sábado que algunos de los metodistas les habían estado diciendo a los convertidos que "el señor Finney es presbiteriano. Él creé en la doctrina de la elección y de la predestinación, más no va a predicar de eso aquí. Que no se atreva a predicarlo, pues si lo hace ciertamente los convertidos no se afilarán a su iglesia." Estos comentarios hicieron que me determinará a predicar acerca de la doctrina de la elección en la mañana del Sabbat, antes que los convertidos se unieran a la iglesia. Tomé mi texto y continué para mostrar, primero, lo que la doctrina de la elección no es; segundo, lo que sí es; tercero, que esta es una doctrina bíblica; cuarto, que es una doctrina que está de acuerdo a la razón; quinto, que el negarla sería negar los atributos mismos de Dios; sexto, que no representa un obstáculo en el camino a la salvación de los no elegidos; séptimo, que todos los hombres podrían ser salvos si ellos quisieran; y finalmente, que ésta representaba la única esperanza de cualquiera que llegara a ser salvo, luego continué con algunas observaciones. El Señor hizo esta doctrina tan clara a mi mente, y a la gente, que creo que incluso los mismos metodistas quedaron convencidos. Nunca escuché una palabra en contra de lo dicho, o un comentario de insatisfacción con el argumento. Mientras predicaba observé a una hermana metodista llorar sentada cerca de las escaleras del púlpito. Con esta hermana había llegado a establecer una amistad y la estimaba como una excelente cristiana y temí haber herido sus sentimientos. Después de despedir la reunión ella continuó en su silla, llorando. Me acerqué y le dije: "hermana, espero no haber herido sus sentimientos." "No"--dijo ella--"usted no ha herido mis sentimientos señor Finney, sino que he cometido un pecado. Tan solo anoche mi esposo, quien es un hombre impenitente, estaba discutiendo conmigo este mismo asunto, sosteniendo lo mejor que podía esta doctrina de la elección. Yo le resistí y le dije que no era cierta, más hoy usted me ha convencido de que es la verdad: y eh aquí, que en lugar de darle a mi esposo o a cualquiera una excusa, se ha convertido en mi única esperanza de que él o cualquier otra apersona llegué a salvarse." No escuché más comentarios acerca de que los convertidos no quisieran adherirse a una iglesia que cree en la doctrina de la elección.

En este lugar hubo muchos casos interesantes de conversión. Hubo incluso dos asombrosos casos de recuperación instantánea de la demencia. Cuando estaba por empezar una reunión en la tarde de un Sabbat, observé a varias mujeres sentadas en una banca junto a una dama vestida de negro que lucía una evidente y gran angustia mental. Las mujeres la estaban como sosteniendo delicadamente, para prevenir que saliera de la reunión. A medida que ingresaba al lugar una de las damas se me acercó y me dijo que la señora de negro sufría de demencia, que había sido metodista y que estaba convencida de que había caído de la gracia. Este pensamiento la había llevado primero a la desesperación y posteriormente a la locura. Su marido era un hombre intemperante que vivía a varias millas de distancia de la villa, él fue quien la trajo a la reunión y una vez que la dejó se marchó al hotel. Le dije unas cuantas palabras a la mujer, pero ella respondió que debía irse; que no podía escuchar ni predicación ni cantos, pues el infierno era su porción y no podía resistir nada que la hiciera pensar en el cielo. En privado les advertí a las damas que la mantuvieran en su asiento, si era posible, sin interrumpir la reunión. Luego subí al púlpito y leí un himno y tan pronto la congregación empezó a cantar, la mujer empezó a forcejear con fuerza tratando de salir del lugar, pero las damas le impidieron el paso, y aunque con gentileza, persistieron en evitar su escape. Después de poco tiempo se quedó quieta, más parecía evitar escuchar o prestar atención alguna a los cantos. Oré. Por un momento la escuché forcejear para salir, pero cuando terminé la oración ya estaba en silencio y la congregación estaba tranquila. El Señor me dio un gran Espíritu de oración--y un texto, pues hasta entonces no tenía un texto definido en mi mente.

Tomé mi texto de Hebreos: "Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro". Mi intención era animar a la fe, en nosotros y en ella, y en nosotros para con ella. Cuando empecé a predicar la mujer hizo grandes esfuerzos para salir, mas las damas la resistieron con gentileza y finalmente se quedó quieta, pero con la cabeza abajo y aparentemente determinada a no prestar atención a mis palabras. Sin embargo, a medida que continuaba con la prédica, gradualmente empezó a levantar la cabeza y a mirarme al rostro con intenso fervor. Mientras continuaba urgiendo a la gente a que tuvieran confianza en su fe, para avanzar y comprometerse con confianza absoluta en Dios, por medio del sacrificio expiatorio de nuestro gran Sumo Sacerdote, súbitamente la mujer sorprendió a la congregación lanzando un alarido. Luego, prácticamente se lanzó de su asiento, y se mantuvo con la cabeza baja. Podía ver como estaba "estremeciéndose grandemente". Las damas que estaban en la banca con ella la tenían levemente agarrada al tiempo que la observaban con un interés manifiesto de oración y compasión. A medida que continuaba mi sermón ella empezó nuevamente a mirar y pronto se sentó derecha y dejó ver un rostro maravillosamente transformado, evidenciando un gozo triunfante y paz. Había un halo en su rostro que rara vez he visto en un rostro humano. Su gozo era tal que casi no podía contenerlo y cuando terminó la reunión le hizo saber a todo el mundo que ahora era libre. Glorificó a Dios y se regocijó con magnífico triunfo. Casi dos años después de haberla conocido la encontré nuevamente aún llena de gozo y de victoria.

Otro caso de recuperación de locura, fue el de una dama en el pueblo que había caído en desesperación y en demencia. No estuve presente cuando fue restaurada, pero se me dijo que fue una sanidad casi o del todo instantánea, por medio del bautismo del Espíritu Santo. Algunas veces se ha acusado a los avivamientos de la religión de producir locura en la gente. De hecho, la realidad es que los hombres están locos en cuanto a lo que respecta a la religión, y los avivamientos más bien los restauran. Durante este avivamiento escuchamos de una fuerte oposición al mismo en Gouverneur, un pueblo que me parece está a unas doce millas de distancia, al norte. Escuchamos los impíos amenazaba con venir a atacarnos en masa y acabar con nuestras reuniones. Por supuesto, hicimos caso omiso de estas amenazas; y esto lo menciono solo porque en breve hablaré de un avivamiento en ese lugar. Habiendo recibido a los convertidos, y después de haber trabajado en este lugar y en Evans' Mills hasta el otoño de ese año, les envié y encomendé a un joven de apellido Deming, a quien establecieron como pastor. Entonces suspendí mis labores en Antwerp.

 

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