The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CARLOS FINNEY

1868

CAPITULO 6 

MÁS CON RESPECTO AL AVIVAMIENTO Y A SUS RESULTADOS

 

A poco tiempo de camino de Evans' Mills se encontraba un asentamiento de alemanes, en el cual había una iglesia alemana, con varios ancianos y una membresía considerable, pero sin ministro y sin reuniones religiosas regulares. Una vez al año tenían la costumbre de traer a un ministro alemán del valle Mohawk, para que administrara las ordenanzas del bautismo y de la Santa Cena. Él daba la catequesis a los niños, y recibía en la congregación a todos los que habían cumplido con los consabidos requisitos. Esta era la forma en la que la gente se hacía cristiana. Se les requería memorizar el catequismo para responder ciertas preguntas doctrinales; y así eran admitidos para entrar en total comunión con la iglesia. Después de haber recibido la comunión daban por hecho que eran cristianos y que habían ganado la seguridad eterna. Esta era la forma en la que se había organizado y se llevaba la iglesia.

Mas al involucrarme en los diferentes episodios que tenían lugar en la villa, a medida que la gente realizaba sus actividades, me invitaron a ir a la iglesia y predicar. Acepté, y en mi primera predicación usé este texto: "Sin santidad nadie verá a Dios". La gente del lugar acudió en masa, y la casa escuela en la que adoraban se llenó a su máxima capacidad. Empecé mostrando lo que no era santidad. Bajo esa línea tomé todo lo que ellos consideraban religión y les mostré que nada tenía que ver con la santidad. La gente entendía inglés muy bien. Luego, en Segundo lugar, mostré qué es la santidad. Tercero, hablé de a qué se refería la Palabra con ver a Dios, y después hablé de por qué quienes no tenían santidad jamás podrían ver a Dios--es decir, las razones por las cuales nunca podrían ser admitidos en su presencia y ser aceptados por Él. Luego continué haciendo los énfasis necesarios para liquidar la cuestión, y verdaderamente por el poder del Espíritu Santo la cuestión quedó liquidada. La espada del Señor les traspaso a diestra y a sinistra. En pocos días el asentamiento se encontraba bajo convicción--todos, incluyendo los ancianos de la iglesia estaban en gran consternación, sintiendo que no tenían santidad. A petición de ellos señalé una reunión de preguntas para satisfacer sus inquietudes. Esto sucedió en el tiempo de la cosecha. Celebré la reunión a la una de la tarde con la casa literalmente abarrotada. La gente había echado a un lado sus instrumentos de cosecha y habían venido a la reunión. Tantos como cupieron en la casa estuvieron presentes. Me ubiqué en el centro del local, pues no podía moverme alrededor de ellos, y les hice varias preguntas. También les animé a preguntar. Se mostraron muy interesados y libres para responder y hacer preguntas. Rara vez he asistido a una reunión tan interesante y tan productiva como esa.

Recuerdo que una mujer llegó tarde y se sentó cerca de la puerta. Cuando me acerqué para hablarle, le dije: "usted no luce bien." "Sí"--respondió--"estoy muy enferma. He estado en cama hasta ahora. No sé leer y deseaba tanto escuchar la palabra de Dios que me levanté y vine". "¿cómo llegó"--pregunté. "Vine a pie"--dijo. "¿Qué tal lejos queda su casa?", fue mi siguiente pregunta, a lo que ella respondió: "decimos que tres millas". Este trayecto la dejó casi aniquilada. Al continuar haciéndole preguntas descubrí que se encontraba bajo convicción de pecado, y que tenía el más claro y notorio entendimiento de su carácter y de su posición para con Dios. Poco tiempo después se convirtió. Mi esposa me ha dicho que ella ha sido una de las mujeres de oración más impresionantes que jamás haya escuchado, y que nunca había visto a alguien citar tantos versículos de la Biblia en su oración como ella.

Me dirigí también a otra mujer, de alta estatura y muy digna apariencia, y le pregunté cuál era el estado de su mente. Ella me respondió inmediatamente que le había entregado su corazón a Dios; y continuó diciendo que el señor le había enseñado a leer, pues ella había aprendido a orar. Le pregunté qué quería decir con eso. La mujer dijo que nunca había podido leer, y ni siquiera conocía las letras. Más cuando le entregó su corazón a Dios estaba muy afligida por el hecho de no poder leer su Palabra. "Sin embargo, pensé"--dijo ella--"que Jesús podía enseñarme a leer, y le dije que si por favor no podría enseñarme a leer su Palabra. Cuando oré tuve la idea de que podía leer. Los niños tienen un Testamento y fui y lo tomé, y pensé que podía leer lo que les había escuchado leer a ellos. Así que busqué a la señora que enseña en la escuela, le leí y le pregunté si lo había hecho bien; y ella me dijo que sí. Desde entonces puedo leer la Palabra de Dios por mí misma". No le dije nada más, pero pensé que debía de haber algún error en su relato pues la mujer se veía muy seria e inteligente en lo que decía. Así que me tomé la molestia de preguntar a sus vecinos acerca de ella, quienes dieron cuenta de su excelente carácter y afirmaron que había sido notorio que la mujer no podía leer ni una sílaba hasta antes de su conversión. Permitiré que estos hechos hablen por sí solos, no hay necesidad de teorizar más al respecto, pues pienso que son indubitables.

El avivamiento en este asentamiento resultó en la conversión de toda la iglesia, creo yo, y de casi toda la comunidad de alemanes. Este ha sido uno de los avivamientos más interesantes de los que he sido testigo. Fue mientras trabajaba en este lugar que el presbiterio se reunió para ordenarme, cosa que hicieron. Ambas iglesias estaban tan fortalecidas, y sus números habían incrementado tanto, que pronto cada una de ellas se construyó una cómoda casa de piedra para celebrar sus reuniones. Creo que desde entonces la religión ha gozado de buena salud. Hace muchos años no he visitado estos lugares.

He narrado, solamente, algunos de los principales hechos que recuerdo están conectados con este avivamiento. Sin embargo debo decir, más allá de esto, que prevaleció un maravilloso espíritu de oración en medio de los cristianos, y una gran unidad de sentimiento. Tan pronto como la pequeña iglesia congregacional vio los resultados de aquella reunión por la noche, se recuperó, pues estaba dispersa, desanimada y confundida por los sucesos de la noche previa. Se unificaron y se agarraron de la obra lo mejor que pudieron y aunque eran un grupo débil e ineficaz, con una o dos excepciones, crecieron en gracia y en el conocimiento del Señor Jesucristo durante aquel avivamiento.

La mujer alemana de la que dije que había estado enferma y que había asistido a la reunión en una actitud de búsqueda, se unió a la iglesia Congregacional. Estuve presente cuando lo hizo y la recibí en la iglesia. Recuerdo un incidente muy enternecedor que tuvo lugar cuando relató su experiencia cristiana. Había una madre en Israel, que pertenecía a esta iglesia, de apellido Schofield. Una mujer muy piadosa de edad madura, y de también madura piedad, que había estado sentada por un buen tiempo escuchando las experiencias de varias personas que habían llegado como candidatos para ser admitidos en la iglesia. Al final esta mujer alemana se puso de pie y relató su experiencia. La suya fue una de las más conmovedoras, inocentes e interesantes experiencias cristianas que jamás he escuchado. Mientras ella continuaba con su relato observé que la señora Schofield se puso de pie, y siendo que la casa estaba llena, se fue abriendo camino lo mejor que pudo. Al principio supuse que se dirigía a la puerta. Como estaba ocupado atendiendo al relato de la mujer casi no estaba consciente que la señora Schofield se dirigía hacia ella. Apenas estuvo cerca de donde la mujer daba su testimonio, dio un paso al frente y se lanzó sobre su cuello estallando en lágrimas y diciendo: "¡Dios la bendiga hermana querida!, ¡Dios la Bendiga!" La otra mujer respondió de todo corazón--la escena que siguió a continuación, tan imprevista, tan natural, tan inocente y tan llena de amor--derritió a toda la congregación en lágrimas. Ambas lloraron en ese abrazo en una escena demasiado conmovedora como para describirla en palabras.

Rara vez el ministro Bautista y yo estuvimos en contacto, aunque algunas veces pudimos celebrar reuniones juntos. Nos habíamos dividido el uso de la casa de reunión, por lo que él predicaba una parte del tiempo, y yo la otra. En consecuencia, generalmente no me encontraba presente cuando él estaba en la villa, como él tampoco estaba, por lo general, en mis tiempos de predicación. Este ministro era un buen hombre y trabajó lo mejor que pudo para promover el avivamiento.

Las doctrinas predicadas fueron las que siempre he predicado como el Evangelio de Cristo. Insistí en la depravación total voluntaria de los no regenerados, y de la inalterable necesidad de un cambio radical de corazón por la operación del Espíritu Santo, y por medio de la verdad. Insistí mucho en la oración como una condición indispensable para la promoción del avivamiento. La expiación de Cristo, su divinidad, su misión divina, su vida perfecta, su muerte vicaria, su resurrección, el arrepentimiento, la fe, la justificación por la fe, y todas las doctrinas similares a estas fueron discutidas tan exhaustivamente como me fue posible, e insistí en ellas hasta que se hicieron claras, y se manifestaron como verdades eficaces por el poder del Espíritu Santo. Los medios usados fueron solamente la predicación, la oración y reuniones de conferencia, mucha oración privada, mucha conversación personal y reuniones para aquellos que tenían la necesidad urgente de resolver su estado religioso. Estos, y solo estos medios, fueron usados en la promoción de la obra. No hubo apariencia de fanatismo, ni mal espíritu, ni divisiones, ni herejías, ni cismas. Tampoco entonces, ni en todo el tiempo de mi relación con el lugar, hubo resultado alguno del avivamiento que debiera de lamentarse, ni ninguna de sus características fue de cuestionable validez.

He hablado de casos de intensa oposición al avivamiento. Descubrí que una circunstancia había preparado a la gente para asumir tal oposición y amargura con respecto al avivamiento. Esto lo encontré en una región del campo, una región que en la jerga del oeste podría llamarse "una comarca quemada". Pocos años antes una suerte de emoción salvaje, a la que llamaron avivamiento de la religión, recorrió la región, mas el supuesto "avivamiento" resultó ser falso. Supe que la predicación había estado a cargo de los hermanos metodistas. De esta predicación no puedo decir más que aquello que escuché de cristianos y de otras personas. Se reportó que una emoción extravagante tuvo lugar, la misma que dejó en muchos la impresión de que la religión era un simple engaño. Al parecer, muchos hombres estaban convencidos de esta idea. Teniendo en mente este espécimen de avivamiento de la religión, se sintieron justificados al oponerse a cualquier cosa que buscara promover el avivamiento. Noté también que este supuesto "avivamiento" había dejado en los cristianos algunas prácticas ofensivas, que en lugar de producir una convicción seria en cuanto a la verdad de la religión, provocaban el ridículo. Por ejemplo, en todas las reuniones de oración encontré que prevalecía la siguiente costumbre: Todos los profesores de religión sentían el deber de dar testimonio de Cristo. Se sentían obligados a "llevar su cruz" y decir algo en las reuniones. Uno se levantaba y en sustancia decía: "tengo el deber de hacer lo que nadie puede hacer por mí. Estoy de pie para testificar que la religión es buena; aunque debo confesar que al momento no la disfruto. No tengo nada que decir en particular, solo el dar este testimonio--espero que oren por mí". Terminada su declaración, el individuo tomaba asiento y otro se ponía de pie y decía, en efecto, lo mismo: "La religión es buena--no la disfruto. No tengo nada más que decir, pero debo cumplir con mi obligación. Espero que ustedes oren por mí". Así se pasaba el tiempo de la reunión, y esta concluía sin que ocurriera nada interesante. Por supuesto, la gente impía hacía de esto un deporte. Esta práctica era ridícula y repulsiva, mas esta era la impresión que tenía el público en general de lo que significaba orar y mantener una conferencia, y también estaban convencidos de que era la obligación de todo profesor de religión el dar tal testimonio de Dios, cada vez que se presentara la oportunidad. Así que para eliminar esas costumbres me vi obligado a no llevar a cabo ese tipo de reuniones. Consecuentemente, todas las reuniones a las que los cite, fueron reuniones de predicación. Cuando nos reuníamos empezábamos cantando, después yo oraba. Luego llamaba por nombre a una o a dos personas para que oraran. Luego daba un texto bíblico y hablaba por un rato y cuando veía que el tema había quedado claro, me detenía y le pedía a uno o a dos que oraran, pidiéndole al Señor que afirmara su Palabra en sus mentes. Luego seguía hablando, para así mismo detenerme después y pedir la oración de uno o de dos. Así procedía la reunión, sin abrirla para que los hermanos realizaran declaraciones. Así se retiraban a sus casas sin la presión de sentir que habían fallado a su deber de dar testimonio cuando hubo la oportunidad. Fue así, la mayoría de nuestras reuniones de oración no lo fueron en el nombre. Al citarles a una predicación no se esperaba que esta se abriera para que todo el mundo hablara. De esta manera me fue posible superar ese absurdo método de sostener reuniones que provocaran tanta repulsión y burla en los impíos. Después de que el avivamiento echó raíces y se extendió, y de que ocurrieron las cosas que he mencionado, la oposición cesó, hasta lo que sé, totalmente.

Pasé más de seis meses en este lugar y en Antwerp, dividiendo mis labores entre las dos villas; y fue en el último periodo de este tiempo cuando dejé de escuchar de oposiciones abiertas. He hablado acerca de las doctrinas predicadas. Debo añadir que me vi obligado a hacer grandes esfuerzos dando instrucción a aquellos que estaban preocupados por sus almas. Creo que las prácticas que se habían usado antes de mí, eran en general, invitar a los pecadores ansiosos a orar por un nuevo corazón y el usar medios para su conversión. Las direcciones que les fueron dadas asumían e implicaban que ellos estaban verdaderamente dispuestos a ser cristianos, y que estaban haciendo grandes esfuerzos para persuadir a Dios de que les convirtiera. Traté de hacerles entender que Dios era quien usaba estos medios con ellos, y no ellos con Dios, pues Dios estaba dispuesto, pero ellos no, Dios estaba listo, pero ellos no. En breve, traté de mostrarles que lo que Dios requería de ellos era fe y arrepentimiento--una sumisión presente e inmediata a su voluntad, y la aceptación presente e inmediata de Cristo. Traté de mostrarles que toda demora era solo la evasión de su deber; que toda oración que hicieran para recibir un nuevo corazón era tan solo el intento de echarle a Dios la responsabilidad de su conversión, y que todos sus esfuerzos para cumplir con su deber sin haberle entregado sus corazones a Dios, eran hipócritas y engañosos y que para nada significaban el cumplimiento de su deber.

Durante todos los seis meses que laboré en la región, me movilicé a caballo de un pueblo a otro, de un asentamiento a otro y en varias direcciones. Prediqué cada vez que tuve oportunidad. Para cuando dejé Adams mi salud se había deteriorado notablemente. Había tosido sangre y para el momento en que fui licenciado mis amistades pensaban que no llegaría a vivir mucho tiempo. Cuando me iba de Adams el hermano Gale me encargó que no predicara más de una vez a la semana, y que me asegurara de no hablar más de media hora cada vez. Pero en lugar de seguir su consejo realicé visitas de casa en casa, celebré reuniones de oración, y prediqué y trabajé todos los días y casi todas las noches durante toda la temporada. Antes de que se completaran los seis meses mi salud se había restaurado por completo, mis pulmones estaban muy bien, dejé de toser sangre y podía predicar de dos horas a dos horas y media y hasta más sin sentir la más ligera fatiga. Creo que en general mis sermones tomaban alrededor de dos horas. Prediqué en exteriores, en graneros, en casas escuela, y un avivamiento glorioso se extendió a lo largo de esa nueva región del campo.

Especialmente a lo largo de la primera parte de mi ministerio me encontré con una buena cantidad de rechazos y reproches de parte de ministros, particularmente por mi forma de predicar. Ya he dicho que el señor Gale, después de que prediqué para él luego de recibir mi licencia, me dijo que se sentiría avergonzado de que se supiera que yo había sido su pupilo. La cuestión es que la educación se estos ministros había sido totalmente distinta a la mía, y esto los llevaba a desaprobar grandemente mi forma de predicar. Rechazaban el que usara como ejemplos asuntos comunes a los diferentes tipos de personas a mí alrededor para ilustrar mis ideas. Esto era algo que yo acostumbraba hacer. Cuando estaba entre granjeros ilustraba las verdades haciendo referencia a su ocupación, y así con los mecánicos y con todos los demás tipos de gente--sacaba mis ilustraciones de sus ocupaciones. Trataba de usar también un lenguaje que pudieran entender. Les hablaba en el lenguaje común de la gente. Buscaba expresar todas mis ideas con las menos palabras posibles, y en palabras de uso común; y tomaba cuidado de evitar el uso de cualquier palabra que la gente no pudiera entender sin usar un diccionario. Antes de convertirme tenía otra tendencia. Al escribir y al hablar algunas veces me había permitido usar un lenguaje refinado. Sin embargo, cuando empecé a predicar el evangelio mi mente estaba tan ansiosa por hacerse entender con claridad, que estudié lo mejor que pude, primero para evitar cualquier palabra vulgar, y en segundo lugar, para expresar mis ideas en la forma más sencilla posible. Esto era algo totalmente contrario a las nociones de aquel entonces, las cuales predominaban en la gran mayoría de ministros. Con respecto a mis ilustraciones los ministros solían decirme: "¿por qué no utiliza como ejemplos eventos de la historia antigua, y así toma un curso más digno para ilustrar sus ideas?" A esta pregunta respondía, por su puesto, que si mis ilustraciones presentarán algo nuevo y sorprendente, la ilustración misma ocuparía la atención del que escucha y no la verdad que pretendía graficar. Les decía que mi deseo era ilustrar las verdades con cosas tan familiares para cada quien, para que así el hecho que usaba para ilustrar no permaneciera en la mente de la gente sino como un simple medio del cual la verdad podía servirse para brillar sobre ellos. Con respecto a la simpleza de mi lenguaje, me defendía diciendo que mi intención no era cultivar un estilo de oratoria que se elevara por encima de las cabezas de la gente, sino el hacerme entender, y que por lo tanto debía de usar el lenguaje que mejor me sirviera para eso, sin que este envolviera vulgaridad u obscenidad.

Aproximadamente para el tiempo en que dejé Evans' Mills se reunió nuestro presbiterio y asistí a ese encuentro. Dejé mi obra en el avivamiento al cuidado de algunos hermanos y partí a la reunión. Los hermanos habían escuchado acerca de mi forma de predicar--es decir, los que no me habían escuchado en persona. El presbiterio se reunió en la mañana y prosiguió a la operación de los negocios, y después de nuestro receso para almorzar, cuando nos congregamos en la tarde, la gente en masa llenó el lugar. Yo no tenía la más remota idea de lo que había en la mente de los hermanos del presbiterio, así que tomé asiento entre la multitud y espere a que se abriera la reunió.

Tan pronto como la congregación se reunió casi por completo, uno de los hermanos se puso de pie y observó: "la gente manifiestamente se ha reunido para escuchar un sermón, y yo mociono que éste esté a cargo del señor Finney." Esta moción se secundó e inmediatamente fue confirmada de forma unánime. Entendí enseguida que esto se había dado por el designio de los hermanos del presbiterio con la intención de ponerme a prueba, y comprobar si realmente yo podía hacer lo que habían escuchado: levantarme y predicar en el fragor del momento, sin haberme preparado con anterioridad. No me disculpé ni hice objeción alguna a la invitación de predicar, pues mi corazón estaba lleno del evangelio, y quería predicar. Me puse de pie y me dirigí al pasillo, miré hacia el púlpito y observé que era un púlpito alto y pequeño, ubicado contra la pared, por lo que decidí quedarme en el pasillo y nombre mi texto: "sin santidad nadie verá a Dios." El Señor me ayudó a predicar a medida que camina arriba y abajo del ancho pasillo. La gente se notaba evidentemente interesada y muy conmovida. Sin embargo, después de la reunión uno de los hermanos se acercó a mí y me dijo: "hermano Finney, si llega a estar cerca de nuestra área, me gustaría que usted predicara en algunos de nuestros distritos escolares. No me gustaría que usted predicara en nuestra iglesia, pero tenemos casas escuela en algunos de los distritos remotos, lejos de la villa--me gustaría que usted predicara en algunos de ellos". Menciono esto para mostrar las ideas que tenían de mi método de predicación, ¡mas cuán ciegos estaban con respecto a los resultados de ese método para dirigirse al pueblo! Solían quejarse de que yo denigraba la dignidad del púlpito, de que era una desgracia para la profesión ministerial, de que hablaba como un abogado en el tribunal y de que le hablaba a la gente en forma coloquial, de que hablaba de "ustedes" en lugar de referirme al pecado y a los pecadores. También se quejaban de que hablaba del infierno con tanto énfasis que muchas veces la gente se estremecía, que además les urgía con tal vehemencia como si ya no fueran a tener otra oportunidad y que culpaba mucho a la gente. Un doctor en divinidades me dijo que él más bien sentía mucho más el tener lástima de los pecadores, que culparles. Le respondí que eso no me sorprendía, si él creía que el pecador tiene una naturaleza pecaminosa, que el pecado es parte de su misma constitución y que no puede evitar pecar.

Después de que hube predicado por algún tiempo y de que el Señor añadió su bendición por todas partes, solía decirles a los ministros, cada vez que contendían conmigo acerca de mi forma de predicar y buscaran hacerme adoptar sus ideas y su estilo, que no me atrevía hacer los cambios que sugerían. Les decía: "muéstrenme un camino más excelente. Muéstrenme los frutos de sus ministerios, y si los frutos de sus ministerios exceden tan grandemente los míos como para servir de evidencia de que ustedes han hallado un camino más excelente que el mío, adoptaré sus posturas. ¿Más pretenden que abandone mis propias perspectivas y mis prácticas y que adopte las suyas, cuando ustedes mismos no pueden negar que pese a cualquier error en el que me pudiera encontrar, o a cualquier imperfección que se observe en mi estilo de predicación, y en todo lo demás, mis resultados indudablemente sobrepasan los suyos?" También les decía: "Trató de mejorar lo mejor que puedo. Pero no podré adoptar sus prácticas ni su forma de predicar el evangelio hasta que tenga una gran evidencia de que ustedes están en lo correcto y de que yo estoy equivocado". Con todo esto, los ministros insistían tanto en tratar el tema conmigo que pude haber llegado a sentirme grandemente mortificado de no haber estado tan convencido en mi mente de que la educación que habían recibido les había estropeado. Solían quejarse de que yo repetía en mi predicación, pues yo tomaba la misma idea y la ilustraba una y otra vez de distintas maneras. Les aseguraba que esto era necesario si quería hacerme entender y que ninguno de sus argumentos podía disuadirme de abandonar esa práctica. Luego decían: "Entonces perderá el interés de la gente educada de su congregación". Sin embargo, pronto los hechos les dejaron en silencio en cuanto a ese punto. Descubrieron que jueces, abogados y gente educada se convertía en grandes números bajo mi predicación, cuando esto solo ocurría rara vez bajo sus métodos.

 

  Retorno a Indice

 

HOME