The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CARLOS FINNEY

1868

CAPITULO 10

AVIVAMIENTO EN GOUVERNEUR

 

De acuerdo con mi solicitud, le hermano Nash regresó al día siguiente y señaló una reunión conmigo con y la iglesia en el día que había indicado. Si no me equivoco, tuve que cabalgar trece millas para llegar a la reunión. Llovió fuertemente en la mañana, mas la lluvia disminuyó a tiempo para permitirme cabalgar a Antwerp. Mientras almorzaba en el pueblo la lluvia volvió y persistió con fuerza hasta bien entrada la tarde. En la mañana y en la tarde previas a la reunión todo parecía indicar que no sería capaz de llegar a la cita a tiempo. Sin embargo, se apaciguó la lluvia nuevamente y me permitió cabalgar velozmente hasta Gouverneur. Allí me encontré con que la gente, al ver tremenda lluvia, había renunciado a las expectativas de que llegara ese día. Antes de llegar a la villa me encontré con el señor Smith, uno de los principales miembros de la iglesia que regresaba de la casa de reunión a su hogar. Casualmente acababa de pasar su domicilio a caballo. Smith detuvo su carruaje y me dijo: "¿Es usted el señor Finney?" Cuando respondí afirmativamente, dijo: "Por favor, regrese a mi casa. Insisto que sea mi huésped, usted ha cabalgado desde tan lejos con los caminos en tan malas condiciones y debe de estar fatigado. No celebrará la reunión esta noche." Le respondí que me era necesario cumplir con mi compromiso y le pregunté si se había dado por suspendida la reunión con la iglesia. Me dijo que hasta el momento de su partida no se había suspendido y que creía que me sería posible llegar a la villa antes de que despidieran a la gente. Cabalgué a toda prisa, desmonté en la puerta de la casa de reunión y me apresuré a entrar. El hermano Nash se encontraba frente al púlpito. Se acababa de poner de pie para despedir la reunión y al verme entrar alzó los brazos, esperó hasta que llegara hasta el púlpito y me abrazó enseguida. Después de este abrazo me presentó a la congregación. En pocas palabras les dije que había llegado para cumplir con mi compromiso, y que Dios mediante, predicaría a cierta hora.

Cuando llegó la hora de la reunión la casa estaba llena. La gente había escuchado tanto a mi favor y en mí contra que se había suscitado una gran curiosidad. El Señor me dio un texto y subí al púlpito para derramar mi corazón ante la gente. La Palabra tuvo un efecto poderoso creo que eso les fue manifiesto a todos. Despedí a reunión y me retiré a descansar.

El hotel de a villa estaba a cargo de un doctor de apellido Spencer, un hombre unitario en sentimiento, y un universalista declarado. A la mañana siguiente encontré la villa alborotada y salí, como era mi costumbre, a hacer visitas para conversar con la gente acerca de sus almas. Después de haber realizado algunas visitas me detuve en una sastrería, en donde vi a un número de personas reunidas. Al principio pensé que estaban discutiendo mi sermón de la noche anterior, pero enseguida descubrí que estaba equivocado. Lo que sucedía es que el doctor Spencer, de quien para entonces no había escuchado absolutamente nada, estaba en el lugar defendiendo ante la gente sus sentimientos universalistas. Inmediatamente tuve claro los puntos que se habían discutido, abrí la conversación y Spencer salió al frente, sintiéndose manifiestamente apoyado por sus camaradas, para disputar las posiciones que yo había presentado en mi sermón y para sostener, en contraste con esas posiciones, la doctrina de la salvación universal. Uno de los escuchas me presentó al doctor Spencer, diciéndome quien era y enseguida, dirigiéndome a él, le dije: "Doctor, con todo gusto conversaré con usted acerca de sus perspectivas, pero si vamos a tener tal conversación primero debemos acordar los métodos de los que nos serviremos en nuestra discusión". Yo ya estaba harto acostumbrado a discutir con universalistas y no esperaba ningún buen fruto del diálogo a menos que se acordaran ciertos términos a seguir en el debate. Propuse entonces, en primer lugar, que tomásemos un punto a la vez y que lo discutiéramos hasta que quedara establecido, o hasta que ya no hubiera nada que decir al respecto. Cuando eso sucediera tomaríamos otro punto, y luego otro, confinándonos así al punto inmediato en debate; en segundo lugar, que no nos interrumpiéramos mutuamente, sino que cada uno gozaría de la libertad de presentar sus perspectivas acerca del punto sin ser interrumpido por nadie; y tercero, que no deberían de haber reparos ni burlas, sino que se observaría sinceridad y cortesía, dándole a cada argumento el peso debido sin importar en cuál de las partes se hubiera producido. Yo no ignoraba que todos los presentes eran de un mismo sentir, y también era evidente que estaban aliados y que se habían reunido en esa mañana buscando apoyarse los unos a los otros en cuanto a sus perspectivas.

Habiendo establecido los preliminares dimos inicio a la discusión. No me tomó mucho tiempo demoler cada una de las posiciones asumidas por el doctor en cada uno de sus puntos. A decir verdad, el hombre sabía poco de la Biblia y tenía una forma particular de disponer de los pasajes que generalmente se usan en contra del universalismo, según los recordaba. Sin embargo, como es costumbre popular entre los universalistas, sus argumentos descansaban en la absoluta injusticia del castigo eterno. Rápidamente le mostré a él y a los demás, que tenía muy pocos fundamentos bíblicos y que si realmente el castigo eterno es injusto y la Biblia lo sostiene, entonces, de acuerdo a sus perspectivas la Biblia no podría ser verdadera. Con esto quedó establecido el asunto en cuanto a lo que la Biblia respecta. De hecho, podía ver con facilidad que todos ellos eran escépticos, y que no cederían aún cuando veían que la Biblia contradecía sus posturas. Luego cerré con él el asunto de la justicia del castigo eterno. Noté que sus amigos empezaron a inquietarse, y que sentían que los fundamentos sobre los que se sostenían empezaban a tambalearse. Pronto uno de ellos se retiró del lugar, y a medida que yo procedía otro más salió, hasta que finalmente todos dejaron a Spencer abandonado, viendo, como sin duda lo habían hecho uno tras otro, que el hombre estaba indudablemente equivocado. El doctor Spencer había sido su líder, y Dios me había dado la oportunidad de usarlo para Sus propósitos frente a sus propios seguidores. Cuando el doctor no tenía ya más que decir, le presenté enseguida la urgencia de poner atención a su salvación. Esto lo hice con calidez y amabilidad y luego de desearle buenos días, me retiré. Tenía la seguridad de que pronto escucharía acerca de nuestra conversación.

La esposa del doctor era una mujer cristiana, miembro de la iglesia. Ella me contó un día o dos después de lo sucedido que el doctor había llegado a casa después de nuestra conversación bastante agitado. Ella no sabía de dónde venía. Él había entrado a la habitación, se había sentado, pero no podía permanecer quieto, así que se ponía de pie, caminaba y se sentaba, alternadamente. La mujer veía en su rostro que algo le atribulaba grandemente y le preguntó: "doctor ¿qué sucede?" "Nada"--respondió él. La agitación del hombre aumentaba, así que volvió a preguntarle: "¡Doctor, dígame enseguida qué sucede!" La mujer desconfiaba de su respuesta y tenía el pálpito de que se había encontrado conmigo, y le dijo: "¿Doctor, ha visto usted al señor Finney este mañana? Esto lo confrontó y enseguida estalló en llanto diciendo: "¡Si, y ha vuelto todas mis armas contra mi propia cabeza!" Su angustia era intensa, y cuando se le abrió esa puerta de oportunidad para expresarse, rindió sus convicciones y pronto manifestó esperanza en Cristo. En unos cuantos días sus compañeros, aquellos que habían abrazado sus perspectivas, empezaron a llegar a los pies del Señor uno tras otro, hasta que, según me parece, el avivamiento arrasó con todos ellos.

He dicho que había en el lugar una iglesia bautista y una presbiteriana, cada cual con su casa de reunión, ubicadas en el prado a poca distancia la una de la otra. También he dicho que la iglesia bautista tenía un pastor, pero no así la presbiteriana. Tan pronto se desencadenó el avivamiento y atrajo la atención general, los hermanos bautistas empezaron a levantar oposición hablando en contra del mismo y usando medios muy objetables para impedir su progreso. Sus propios hijos acudían a nuestras reuniones y muchos fueron convertidos, sin embargo llevaron su oposición a tales dimensiones que supe que iban a nuestros encuentros, y mientras nos encontrábamos arrodillados, en oración, se llevaban a sus muchachos haciéndoles levantar de sus rodillas y les prohibían regresar. Esta conducta animó a un grupo de jóvenes a unir fuerzas en oposición a la obra. La iglesia bautista era muy influyente y su postura envalentonó a la oposición y de hecho, como era de esperarse, parecía darle una fuerza y un mal sabor muy particular. Aquellos jóvenes que se juntaron en oposición--un buen grupo en número--parecían haberse levantado como un baluarte en el camino del progreso de la obra y estaban respaldados manifiestamente por la iglesia bautista, y por sus padres, quienes pertenecían a la iglesia. Este era el estado de las cosas cuando el hermano Nash y yo, después de discutir el asunto, nos convencimos de que la única forma de prevalecer era por medio de la oración, pues iba a ser imposible que el avivamiento continuara de otra manera. Así que no retiramos a una arboleda y nos entregamos a la oración hasta que prevalecimos y sentimos la confianza de que no había poder en la tierra o en infierno que pudiera interponerse para detener de forma permanente la obra de avivamiento. En el siguiente Sabbat, después de que hube predicado en la mañana y en la tarde--pues yo estaba a cargo de la predicación, mientras el hermano Nash se entregaba por completo a la oración--nos reunimos en la iglesia a las cinco en punto para una reunión de oración. La casa de reunión estaba llena. Casi al cierre del encuentro el hermano Nash se puso de pie y se dirigió al grupo de jóvenes que se habían levantado en oposición para resistir el avivamiento. Me parece que todos ellos se encontraban presentes, sentados juntos, en resistencia al Espíritu de Dios. Lo que sucedía era demasiado solemne como para que pudieran hacer burla de lo que escuchaban y veían, pero aún así su terquedad y la rigidez de sus rostros les era evidente a todos. El hermano Nash se dirigió a ellos muy cálidamente, pero les señaló la culpa y el peligro tan grande del curso que estaban tomando. Para el final de sus palabras su discurso se hizo más ferviente y les dijo: "¡Ahora, escúchenme bien, jóvenes, Dios romperá sus filas en menos de una semana, ya sea al convertirlos o al enviar a algunos de ustedes al infierno. Y esto es tan cierto como que el Señor es mi Dios!" Cuando dijo esto estaba de pie frente a una banca y dejó caer la mano sobre ella, como para que les quedara claro. Luego se sentó enseguida, agachó la cabeza y gimió con dolor. La casa de reunión estaba tan quieta que parecía que estuviese llena de muertos. La mayoría de la gente tenía la cabeza baja. Pude ver que los jóvenes se veían intranquilos. En lo personal me parecía que el hermano Nash había ido demasiado lejos: había comprometido su palabra diciendo que Dios le quitaría la vida a algunos de ellos y les enviaría al infierno, o convertiría a algunos en el plazo de una semana. Temía que en medio de su emoción el hermano Nash hubiese ido muy lejos y que si lo dicho no llegaba a cumplirse los jóvenes solo serían alentados a continuar con más fuerza su oposición. Como sea, me parece que fue un martes en la mañana de esa misma semana, que el líder de este grupo de jóvenes vino a mí en medio de la más terrible de las angustias mentales. Estaba totalmente listo para rendirse, y tan pronto le presioné un poco se quebrantó como un niño, confesó y se entregó manifiestamente a Cristo. Luego me pregunto: "¿Qué hago ahora, Señor Finney?" Le dije: "Ve inmediatamente a todos tus jóvenes compañeros y ora con ellos, y exhórtales a que enseguida se vuelvan al Señor". Esto hizo y antes de que la semana acabara casi todos, sino todos aquellos jóvenes, alcanzaron esperanza en Cristo.

En la villa vivía un mercader de nombre Hervey D. Smith. Este era un hombre muy amigable y un caballero sin embargo, deísta. Su esposa era hija de un ministro presbiteriano. Esta mujer era su segunda esposa. Su primera esposa también había sido hija de un ministro de la vieja escuela presbiteriana. Entonces, este hombre había casado en dos familias ministeriales y sus suegros había procurado con grades esfuerzos asegurar su conversión a Cristo. El señor Smith era un gran lector y una persona muy reflexiva. Sus suegros, ambos presbiterianos de la viaje escuela, le habían hecho leer el tipo de libros que enseñaban sus particulares perspectivas y estos le habían sido de gran tropezadero. Mientras más leía, más se convencía de que la Biblia era una fábula. La señora Smith, su esposa, me rogó con urgencia que fuera a conversar con su esposo. Ella me informó acerca de sus perspectivas y de los esfuerzos que se habían hecho para llevarle a abrazar la religión cristiana. También me advirtió que él estaba muy firme en sus perspectivas y que no estaba segura de que realmente alguna conversación pudiera dar resultado. Con todo esto, le prometí que pasaría a ver a su esposo, y así lo hice. La tienda de Smith estaba situada en la parte del frente de su residencia. Su esposa fue a buscarle al negocio y le pidió que entrara a la casa, pero él se rehusó. Le dijo que no serviría de nada un encuentro conmigo, que ya había hablado suficiente con ministros, que ya sabía lo que le iba a decir de antemano y que no podía darse el lujo de perder ese tiempo. Además, discutir esos asuntos era algo que en sus sentimientos encontraba repulsivo. Sin embargo su mujer le contestó: "Señor Smith, usted nunca ha tenido la costumbre de tratar a los ministros que le han visitado en semejante manera. Yo misma he invitado al señor Finney para que venga a tratar con usted el tema de la religión, y me entristecería y mortificaría mucho el que usted se negara a verle". El señor Smith amaba mucho a su esposa, que de hecho era una joya de mujer, y para no disgustarla accedió a entrar. La señora me lo presentó y dejó la habitación y le dije al hombre: "Señor Smith, de ninguna manera he venido para contender con usted, mas si está dispuesto a conversar es posible que pueda sugerirle alguna cosa que le ayudará a resolver algunas de sus dificultades con la religión cristiana, dificultades que tal vez yo mismo pude haber sentido."

Al haberme dirigido a él con suma cordialidad, inmediatamente pareció sentirse cómodo conmigo. Se sentó junto a mí y me dijo: "Bien, señor Finney, no hay necesidad de que sostengamos una larga conversación en este respecto. Ambos estamos muy bien familiarizados con los argumentos en contra y a favor, así que puedo exponerle en breves minutos las objeciones que encuentro en la religión cristiana, y que me resultan imposibles de superar. Creo que sé de antemano cómo va usted a responder, y que estas respuestas no lograrán satisfacerme. Mas si usted desea, haré la exposición". Le rogué que lo hiciera, y lo hizo más o menos en estas palabras, según puedo recordar: "Ambos estamos de acuerdo en la existencia de Dios, ¿cierto?". "Sí"--respondí. "¿Y estamos de acuerdo en que Dios debe ser infinito en sabiduría, bondad y poder?" "Sí"--dije nuevamente. "Y estamos de acuerdo de que al crearnos nos dio allí mismo ciertas convicciones irresistibles acerca del bien y del mal; de la justicia y de la injusticia, ¿cierto?". "Así es"--afirmé. "Muy bien"--continuó Smith--"Entonces estamos de acuerdo en que cualquier cosa que contraria a nuestras convicciones irresistibles acerca de la justicia no pueden provenir de Dios y que aquello que no está de acuerdo a nuestras convicciones irresistibles no puede ser ni bueno ni sabio, ¿cierto?". Respondí nuevamente "si". "Muy bien"--dijo él--"la Biblia nos enseña que Dios nos creó con una naturaleza pecaminosa, o que venimos al mundo totalmente llenos de pecado e incapaces de hacer bien alguno; y que esto está de acuerdo con ciertas leyes preestablecidas por Dios. Que a pesar de que tenemos esta naturaleza pecaminosa, que es incapaz de hacer nada bueno, Dios nos ordena obedecerle y hacer el bien, cuando eso para nosotros es supremamente imposible; y que esto Dios lo ordena bajo amenaza de un castigo eterno". Le respondí: "Señor Smith si tiene usted una Biblia, ¿podría buscar el pasaje que enseña lo que usted acaba de decir?" A esto respondió: "¿Por qué? No hay para hacer tal cosa. Usted admite que es una enseñanza Bíblica." "No, no lo admito ni creo en cosa semejante"--respondí."-- Smith continuó: "Pero la Biblia enseña que Dios le imputó el pecado de Adán a toda su descendencia. Osea, que nosotros heredamos la culpa de su pecado por causa de nuestra naturaleza, y que estamos expuestos a maldición eterna por culpa del pecado de Adán. No me importa quién lo dijo, o que libro enseña semejante cosa, solo sé que semejante enseñanza no puede provenir de Dios. Esto está en contradicción directa con mis convicciones irresistibles acerca del bien y la justicia." "Así es"--respondí--"y también está en directa contradicción con las mías."--Le dije y añadí: "Por favor, ¿dígame dónde se enseña eso en la Biblia?"

El señor Smith empezó a citar el catecismo, como lo había hecho antes. Entonces le dije: "Eso es catecismo, no Biblia". El respondió: "Pero, ¿no es usted un ministro presbiteriano? Yo creía que el catecismo sería para usted suficiente autoridad". Le respondí que no, y que "ahora estamos hablando de la Biblia--estamos discutiendo si la Biblia es cierta o no. ¿Puede usted decir que esa es una doctrina de la Biblia?" A esto él respondió que si yo afirmaba que tal cosa no era una enseñanza bíblica, estaba asumiendo una postura que nunca había visto en un ministro presbiteriano. Luego prosiguió diciendo que la Biblia mandaba a todos los hombres a arrepentirse, pero que al mismo tiempo enseña que no tienen la capacidad de hacerlo: mandándoles a obedecer y a creer, más al mismo tiempo enseñándoles que esto era imposible. Por supuesto, nuevamente cerré su argumento preguntándole dónde se encontraban esas enseñanzas en la Biblia. Citó nuevamente el catecismo, pero no le recibí tales citas como un argumento. Luego continuó diciendo que la Biblia también enseña que Cristo solo murió por los elegidos, mas sin embargo le ordena a todos los hombres, ya sean estos elegidos o no, que crean bajo amenaza de muerte eterna y dijo que "el hecho es que la Biblia, en sus requerimientos y enseñanzas, contraría mi sentido innato de justicia en todos sus puntos. No puedo y no la aceptaré". Entonces le dije: "Señor Smith, aquí tenemos un error. Lo que usted ha dicho no son enseñanzas de la Biblia". "Bien entonces, señor Finney"--dijo él--"entonces dígame usted en qué cree". Esto lo dijo con un alto grado de impaciencia. Le dije: "si usted me presta su atención por unos momentos, le diré en qué creo".

Así fue que empecé a decirle en un orden breve cuáles eran mis perspectivas, tanto con respecto a las leyes como al evangelio. Smith era un hombre lo suficientemente inteligente como para comprenderme con facilidad y rapidez. Creo que en el transcurso de una hora abarqué todo el terreno de sus objeciones. Entonces se mostró intensamente interesado y pude notar que los puntos de vista que le estaba mostrando eran para él algo nuevo. Cuando hablé de la expiación y le mostré que había sido hecha para todos los hombres--hablé de su naturaleza, diseño, extensión y de la libertad para la salvación por medio de Cristo--noté que sus sentimientos se exaltaron a tal punto que puso ambas manos en su rostro, dejó caer la cabeza sobre las rodillas y todo su cuerpo empezó a temblar de emoción. Vi que la sangré se apresuró a subir a su rostro y que lágrimas comenzaron a fluir libremente de sus ojos. Fue allí que me puse de pie enseguida y abandoné la habitación sin decir palabra. Había visto que una flecha le había atravesado y esperaba que se convirtiera inmediatamente. Resulta que se convirtió antes de salir de la habitación.

Inmediatamente después de haber dejado la habitación del señor Smith sonó la campana de la casa de reunión anunciando una reunión de oración y conferencia. Me dirigí a la reunión y poco después de que esta empezó entraron el señor y la señora Smith. Su rostro mostraba que había sido conmovido grandemente. La gente miraba hacia todas partes y se dejaba ver sorprendida con la presencia de Smith en una reunión de oración. Me parece que él tenía el hábito de asistir a la adoración del Sabbat, pero que nunca había asistido a una reunión de oración y mucho menos durante el día. Para su provecho ocupé gran parte de la reunión haciendo observaciones, a las cuales le prestó la más grande de las atenciones. Más tarde su esposa me contó que mientras caminaba con él de regreso a casa después de la reunión, le había dicho: "Querida, ¿dónde se ha ido toda mi infidelidad? No puedo recordarla. Ya no puedo pensar en ella y atribuirle sentido. Es como si ahora pudiera ver que era un completo absurdo. No puedo imaginar siquiera cómo llegué a tener tales perspectivas o a tenerle a mis argumentos el respeto que les tenía". Continuó diciendo: "Es como si se me hubiera invitado a juzgar alguna pieza espléndida de arquitectura, algún templo magnífico; y que a penas vi una de sus esquinas sentí disgusto, y me alejé rehusándome a inspeccionar más allá. Condené el todo sin considerar si quiera sus proporciones. Es así como he tratado al gobierno de Dios." La señora Smith me dijo que él siempre había sentido una repulsión particular a la doctrina del castigo eterno, pero que en aquella ocasión, cuando se encontraban caminando a casa, él le dijo que por la forma en la que había tratado a Dios merecía condenación eterna. Su conversión fue muy clara y definitiva. Abrazó con gusto la causa de Cristo y se enlistó de todo corazón en la promoción del avivamiento. Se unió a la iglesia, y pronto se convirtió en diácono y hasta el día de su muerte, de acuerdo a lo que se me ha dicho, fue un hombre de gran utilidad.

Después de la conversión del señor Smith y del grupo de jóvenes al cuál me he referido, consideré que había llegado el momento, de ser eso posible, de poner fin a la oposición de la iglesia bautista y de su ministro. Por esta razón tuve primero una entrevista con el diácono de la iglesia bautista, quien había mostrado una muy amarga oposición. A él le dije: "Ustedes ya han llevado su oposición demasiado lejos. Ya deben de haberse convencido de que esto es obra de Dios. No he hecho alusión en público de las oposiciones hechas por usted o por cualquiera de su congregación o por su ministro, y no deseo hacerlo o dar la impresión de tener conocimiento de semejante cosa. Pero ya han ido demasiado lejos; y siento que es mi deber, si es que ustedes no cesan de inmediato, el llevarle a usted de la mano y exponer públicamente su oposición desde el púlpito". Las cosas habían llegado a tal punto que estaba seguro de que tanto Dios como el público me respaldarían en caso de llevar a cabo esa medida, se es que los bautistas continuaban con su oposición. El diácono confesó, y dijo que lo sentía; prometió además hacer una confesión y que dejaría de oponerse a la obra. Dijo que había cometido un grave error y que había estado engañado, pero también admitió que había sido muy perverso. Luego fue a buscar a su ministro y tuve una larga conversación con ambos. El ministro confesó que había estado totalmente equivocado; que había estado engañado y que su accionar había sido perverso. Además admitió que sus intereses sectarios le habían llevado demasiado lejos. Dijo que esperaba que pudiera perdonarle y oró a Dios para que también le perdonara. Le dije que si le ponía fin a su oposición no tomaría en cuenta lo hecho por su iglesia. El ministro y el diácono prometieron terminar con toda oposición. Luego le dije lo siguiente: "Por otro lado, un considerable número de sus jóvenes, cuyos padres asisten a su iglesia, se han convertido"--si no me equivoco, cerca de cuarenta de sus jóvenes se habían convertido en el avivamiento--"Si usted comienza a hacer proselitismo, esto lastimará los sentimientos de los presbiterianos y creará un sentir sectario en ambas iglesias, y esto será aún peor que toda la oposición que nos han mostrado". Le dije también que "a pesar de su oposición la obra ha continuado porque los hermanos presbiterianos han mantenido alejado todo espíritu de sectarismo y han mantenido el Espíritu de oración. Pero si usted se vuelve al proselitismo, se destruirá el Espíritu de oración y el avivamiento cesará de inmediato". Él dijo que sabía que yo tenía razón en esto y que por lo tanto iba a abstenerse de decir nada acerca de recibir nuevos convertidos, y que no abriría las puertas de la iglesia para la recepción de los convertidos, sino hasta que el avivamiento hubiera concluido, para que así, sin ningún proselitismo, los convertidos pudieran adherirse a la iglesia que deseen. Le dije que era eso mismo lo yo que deseaba que hicieran.

Esta entrevista se dio en un viernes. Al siguiente día, es decir, el sábado, se celebraba la reunión mensual del Pacto. Cuando los hermanos bautistas se reunieron, el ministro, en lugar de honrar su palabra, abrió las puertas de su iglesia e invitó a los convertidos a pasar, narrar sus experiencias y a unirse a su iglesia. Tantos como pudieron ser persuadidos entraron a contar su experiencia, y al día siguiente se realizó un gran desfile para bautizarlos. El ministro mandó a buscar, y aseguró la ayuda inmediata, de uno de los ministros bautistas más proselitistas que he conocido en mi vida. El hombre llegó al pueblo y empezó a predicar y a enseñar acerca del bautismo. Los bautistas saquearon la ciudad de sus convertidos en todas direcciones; y cada vez que conseguían que alguien se les uniera realizaban una procesión y marchando y cantando en un gran desfile, llevaban al individuo a las aguas para bautizarle. Esto entristeció tanto a la iglesia presbiteriana que acabó con su Espíritu de oración y con su fe y la obra se estancó. Durante seis semanas no hubo una sola conversión. Mientras tanto el tema del bautismo se ventilaba por todos lados, y toda la emoción del avivamiento se vino abajo. Tanto santos como pecadores discutían la cuestión del bautismo, pues de esto era lo que enseñaba todos los días aquel viejo ministro proselitista.

Había un número considerable de varones, algunos de ellos hombres prominentes de la villa que habían estado en fuerte convicción y que parecían estar a punto de convertirse, pero que habían sido por completo desviados debido a este asunto del bautismo. De hecho, al parecer este había sido el efecto general producido por esta actitud de los bautistas. Era evidente para todos que el avivamiento se había detenido, y que los bautistas, a pesar de que se habían opuesto al avivamiento desde el principio, estaban muy dispuestos a incluir a todos los convertidos en su iglesia. Pese a esto, creo que la mayoría de los convertidos no lograron ser persuadidos de ser sumergidos, aunque nada se había dicho acerca de la otra postura con respecto al bautismo. Finalmente, le dije a la gente en un Sabbat: "Ustedes pueden ver cómo están las cosas--la obra de conversión está suspendida. De hecho, no sabemos que se haya producido una sola conversión en seis semanas, y ustedes conocen la razón". No le dije a la gente acerca de cómo el pastor bautista había quebrantado su palabra, tampoco hice alusión alguna a eso, pues sabía que no produciría ningún bien, sino que al contrario, causaría una gran herida el que la gente supiera que el ministro era culpable al haber tomado esa medida. Le dije también a la gente que "no deseo tomar un Sabbat para predicar acerca de este asunto; pero si ustedes vienen el miércoles a la una en punto de la tarde, y traen sus Biblias y sus lápices para marcar, les leeré todos los pasajes que la Biblia que se refieren al modo de bautismo y les informaré las perspectivas de los hermanos bautistas con respecto a esos pasajes, tan bien como las conozco, y además les daré mis posturas, para que así ustedes mismos puedan juzgar en dónde se haya la verdad".

Ese miércoles la casa de reunión estuvo llena y noté que un número considerable de hermanos bautistas estaba presente. Empecé a leer primero en el Antiguo Testamento y luego en el nuevo, todos los pasajes que yo conocía que tenían alguna referencia con la forma de bautismo. Presenté las perspectivas que los bautistas tienen de esos textos, y las razones para esas perspectivas. Luego les presenté mis propias perspectivas y mis razones. Pude ver que la impresión que quedó en la gente fue buena y certera, que no había prevalecido un mal espíritu, y que el público parecía satisfecho en cuanto al modo de bautismo. Noté que me tomó tan solo tres horas y media leer y explicar todos los pasajes. Hasta lo que sé, los hermanos bautistas estuvieron satisfechos de que haya empezado con las perspectivas que ellos abrazan, y que lo haya hecho de forma honesta, con la misma firmeza que cualquiera de ellos hubiera usado, y que haya ofrecido también las razones para estas perspectivas. Antes de despedir la reunión les dije: "si vienen mañana a la misma hora, una en punto, les leeré todos los pasajes que nos relatan acerca de los sujetos del bautismo siguiendo el mismo curso de hoy"

Al día siguiente la casa estuvo concurrida, tal vez más que el día anterior. Un buen número de los hermanos principales de la iglesia bautista estaban presentes y observé que el anciano ministro, el gran proselitista, también estaba sentado en medio de la congregación. Después de los servicios introductorios me puse de pie y comencé mi lectura. En ese momento el anciano se puso de pie y me dijo: "Señor Finney, tengo una cita pendiente y no puedo quedarme a su lectura. Sin embargo, quisiera responderle. ¿Cómo sabré cuál será el curso que persiga?" Le respondí: "Anciano, tengo conmigo un pequeño esqueleto en el cual he citado todos los pasajes que voy a leer y he anotado el orden en el cual discutiré el tema. Si usted desea, por favor tómelo, y responda de acuerdo a él". Salió entonces, según supuse, a su reunión. Empecé mi lectura en génesis. Examiné el pacto hecho con Abraham, y leí todo lo que en el Antiguo Testamento tenía relación con la cuestión de las familias y de los hijos de aquel pacto. Brindé las perspectivas de los bautistas acerca de los pasajes leídos junto con mis perspectivas, con las razones a favor y en contra, tal como lo había hecho el día anterior. Tomé luego el Nuevo testamento, y recorrí todos los pasajes en los cuales se refiere al sujeto del bautismo. La gente se enterneció y las lágrimas fluyeron con libertad cuando hablé acerca del pacto como un pacto que aún Dios establece con los padres y sus hogares. La congregación estaba en gran manera conmovida. Vi que me tomó tan solo tres horas y media leer y exponer los pasajes relacionados con los sujetos del bautismo. Justo antes de terminar mi exposición, el diácono de la iglesia Presbiteriana tuvo ocasión de salir con un niño que había estado sentado junto a él durante la prolongada reunión. Este diácono me dijo más tarde que cuando salió al vestíbulo de la iglesia se encontró con el viejo anciano sentado, con la puerta entreabierta escuchándome hablar, y él mismo llorando.

Cuando terminé mi intervención la gente me rodeó por todas partes, y con lágrimas en los ojos me agradecieron por tan completa y satisfactoria exhibición del tema. Debí decir que a esta reunión no solo acudieron los miembros de la iglesia, sino la comunidad en general. Esas dos lecturas dejaron claro el tema del bautismo. Me contaron que mientras la gente salía del lugar uno de los hombres mas prominentes de la villa y del grupo de inconversos, que había estado bajo convicción y que había sido desviado por este tema del bautismo, le dijo al anciano: "Anciano, debería darle vergüenza. Usted llegó a este lugar como un maestro de religión y nos ha estado enseñando continuamente con sus lecturas que este pacto hecho con Abraham era un pacto de obras y no de gracia. Y aquí usted ha estado receptando toda la agitación producida por su ignorancia en cuanto a las enseñanzas de la Biblia en el tema del bautismo. Usted, un bautista profeso, cuando usted mismo no entiende el tema. He escuchado lo que dijo usted y ahora he escuchado al señor Finney, y me ha quedado clarísimo que usted está equivocado y él está en lo cierto". Creo que el anciano abandonó el lugar inmediatamente. No estoy consiente de que más convertidos se hubieran unido a la iglesia bautista. La cuestión había quedado inteligiblemente establecida, y pronto la gente cesó de hablar del asunto. En el transcurso de unos cuantos días el Espíritu de oración estuvo devuelta y el avivamiento resucitó y siguió su marcha con gran poder. No mucho después se administraron las ordenanzas, y una grupo de convertidos se unieron a la iglesia. Varias familias bautistas que habían atendido mis a lecturas cayeron en convicción y se unieron a la iglesia presbiteriana y bautizaron a sus niños.

He dicho que me hospedé con el señor Benjamin Smith. Este hombre tenía una familia muy interesante. Su esposa, a quienes todos llamaban "tía Lucy", no había tenido hijos. Sin embargo, de tiempo en tiempo y a través del anhelo de sus corazones, la pareja había adoptado un niño tras otro hasta que habían llegado a tener diez hijos. Todos los niños eran de edades cercanas y para el momento en el que comenzó el avivamiento la familia se componía del señor Smith, tía Lucy--su esposa--y diez jóvenes: mujeres y hombres en igual número. Todos se convirtieron en seguida y sus conversiones fueron muy impactantes. Eran convertidos brillantes y jóvenes muy inteligentes. Esta familia se convirtió en la más feliz y amorosa que jamás hubiera visto después de que llegaron a Cristo. Sin embargo la tía Lucy se convirtió bajo otras circunstancias, cuando no había avivamiento, y nunca antes había visto la frescura, la fuerza y el gozo de aquellos que se habían convertido en un avivamiento poderoso. La fe, el amor, el gozo y la paz de estos convertidos tenían a la tía Lucy desconcertada. Ella empezó a pensar que realmente jamás se había convertido; y aunque se había entregado en cuerpo y alma a la promoción de la obra, justo en medio de ella cayó en desesperación, a pesar de todo lo que pudiera decírsele o hacer. Tía Lucy concluyó que nunca se había convertido, y que por supuesto, nunca llegaría a convertirse.

Esta situación le trajo a la familia gran dolor y preocupación. Su esposo creía que ella podía llegar a trastornarse. Los jóvenes del hogar--todos la consideraban su madre--estaban llenos de preocupación por ella y de hecho toda la casa estaba sumergida en luto. El hermano Smith rindió su tiempo para conversar y orar con ella, y para tratar de revivir en ella la esperanza. Yo tuve varias conversaciones con tía Lucy, pero debido al gran resplandor de los nuevos convertidos, le resultaba imposible persuadirse de que ella se hubiera convertido en realidad, o que algún día pudiera llegar a convertirse. Este estado de cosas continuó día tras día hasta que yo mismo llegué a pensar que la dama se encontraba en serio peligro de perder la razón. Los Smith vivían en una calle bastante poblada, en una villa de unas tres millas de extensión. La obra del avivamiento había continuado, y en esa calle tan solo quedaba un adulto sin convertir. Se trataba de un hombre joven de nombre Bela Hough, que había mostrado férrea oposición al avivamiento. Casi todo el vecindario se había dado a la oración por el joven, y su caso era comentado por todos.

Un día, cuando entré a la casa, encontré a la tía Lucy hablando acerca de Bela Hough. "¡Oh, pobre!"--Decía--"¿qué será de él, señor Smith? ¡Ciertamente perderá su alma! ¡Qué será de él!" Ella mostraba gran agonía ante la posibilidad de que aquel joven se perdiera. La escuché por breves instantes, y luego la miré con seriedad y le dije: "Tía Lucy, cuando usted y Bela Hough mueran, Dios va a tener que hace una división en el infierno y darle una habitación para usted sola." Me miró con sus grandes ojos azules bien abiertos con reproche y dijo: "¿Por qué, señor Finney?" Le respondí: "¿Cree usted que Dios se hará culpable de tan grande falta de propiedad al ponerle a usted y a Bela Hough en el mismo lugar? Allí está él, vociferando en contra de Dios; y usted aquí, casi al punto de la locura por los sentimientos que le produce pensar en todo el abuso que Dios recibe por parte de aquel hombre, y a la vez con gran temor de que Bela termine en el infierno. ¿Puede usted imaginar que tales individuos, con mentes tan opuestas, puedan ir al mismo lugar?" Con mucha calma puse la mirada sobre esos grandes ojos que me reprochaban. En instantes su expresión se relajó y sonrió por primera vez en muchos días. "Así es, querida"--Dijo el señor Smith--"es verdad. ¿Cómo pueden tú y Bela Hough ir al mismo lugar?" Ella rió y dijo: "No, no podemos". A partir de ese momento su desesperación se esfumó, su mente se aclaró y se volvió tan feliz como cualquier otro de los jóvenes convertidos. Aquel Bela Hough se convirtió más adelante.

A unas tres cuartos de milla de los Smith vivía un señor de apellido Martin, un convencido universalista que por bastante tiempo se había mantenido alejado de nuestras reuniones. Una mañana Padre Nash, quien para ese entonces estaba alojado conmigo en casa del señor Smith, se levantó, y como era su costumbre, se fue temprano en la mañana a una arboleda, a unas cincuentas varas de distancia del camino, para tener un tiempo de oración a solas. Esto fue antes de la salida del sol, y como era común para Padre Nash, se envolvió profundamente en su oración. Esta era una de esas mañanas tranquilas en las que es posible escuchar sonidos a gran distancia. El señor Martin también se había levantado y había salido al bosque a tempranas horas de la mañana, cuando escuchó una voz orando. Puso atención y distinguió con claridad la voz de Padre Nash. Sobre esto dijo más tarde que sabía que se trataba de una oración, que no podía distinguir mucho de lo que se decía, pero que sin embargo supo de qué se trataba y quién estaba orando. Esa oración le penetró como una flecha en el corazón, pues según dijo, le produjo una sensación de realidad acerca de la religión con respecto a su persona, algo que nunca había experimentado antes. La flecha había sido certera y no encontró alivio, sino hasta que lo halló en la fe en Jesús.

Desconozco el número de personas que se convirtieron en aquel avivamiento. El lugar era un pueblo grande de granjeros, establecido por gente de buena voluntad. Estoy seguro que la mayoría de ellos se convirtieron a Cristo durante ese avivamiento. Se me informó que después de mi partida los bautistas despidieron a su ministro, pues el curso que había seguido durante el avivamiento le hizo muy impopular. También renunciaron a celebrar reuniones separadas y se dirigieron a la casa de reunión de los presbiterianos como un solo cuerpo. Si mal no recuerdo, adoraron junto a los presbiterianos por un año o dos antes de renovar sus reuniones separadas. No he estado en el lugar por muchos años, pero frecuentemente he escuchado acerca del pueblo y siempre he sabido que la religión se encuentra en muy buena condición, y que nunca más tuvieron nada semejante a una discusión en el tema del bautismo desde entonces.

Las doctrinas predicadas para promover ese avivamiento fueron las mismas que he predicado en todas partes: La depravación moral total y voluntaria del hombre no regenerado; la necesidad de un cambio radical de corazón, por medio de la verdad y por la agencia del Espíritu Santo; la divinidad y la humanidad de nuestro Señor Jesucristo; su expiación vicaria, equivalente a la necesidad de toda la humanidad; el Espíritu Santo como don divino y su acción; el arrepentimiento, la fe, la justificación por la fe, la santificación por fe; la persistencia en la santidad como una condición para la salvación--y de hecho, todas las doctrinas distintivas del Evangelio fueron establecidas y declaradas con toda la claridad, puntualidad y poder que me fue posible de acuerdo a las circunstancias. Prevaleció un gran Espíritu de Oración, y después de la discusión acerca del bautismo, abundó un interesante espíritu de unidad, amor fraternal y koinonía cristiana. Nunca tuve ocasión para finalmente reprender la oposición de los hermanos bautistas en público. En mis lecturas acerca del bautismo, el Señor me capacitó para tener un espíritu capaz de evitar el inicio de cualquier controversia, y de hecho, ningún espíritu de controversia prevaleció. Aquella discusión no produjo resultados viciosos, sino al contrario, resultados tremendamente buenos, y hasta lo que me fue posible observar, el bien fue el único producto. 

 

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